por Anna Fifield

Los primeros agentes estaban esperando en la revisión de temperatura antes del carrusel de maletas, en el aeropuerto de la región occidental de Xinjiang en China. “Pasaportes”, dijeron a los tres periodistas que bajamos de un vuelo nacional desde Pekín en septiembre.

Cuando les preguntamos por qué nos retuvieron, respondieron que debíamos saber sobre el uso obligatorio de cubrebocas, porque hubo un brote de coronavirus en Xinjiang en julio. Pero sí estábamos usando cubrebocas. Fotografiaron nuestros documentos de información y visas de prensa.

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Fue el comienzo de cuatro días bajo intensa vigilancia y chequeos fastidiosos, todo diseñado para obstruir nuestro trabajo y asegurarse de que los habitantes estuvieran demasiado asustados como para hablar con nosotros. Sus autos nos siguieron a todos lados (“Honda 25”, “VW 35”, anunciábamos cuando aparecían sus placas) y los “Górgorys”, hombres que saltaban a los arbustos o fingían hablar por teléfono mientras, obviamente, nos seguían.

Además, estaban “Michael” y “Smith”, los agentes de la Oficina de Seguridad Pública que llamaron constantemente al lobby del hotel para insistir en que siguiéramos las regulaciones locales para la prensa que, entre otras cosas, requieren que obtengamos el permiso de cualquier persona para entrevistarla. En poco tiempo, caímos en una discusión ridícula sobre el consentimiento de un edificio para ser fotografiado.

Ese viaje a Kasgar fue mi última expedición periodística tras 10 años en Asia. Aunque no me hizo pensar en China, sino en una experiencia previa: Corea del Norte.

Una reportera del Washington Post y dos colegas fueron vigilados por una docena de autos durante un viaje a Kasgar. (Foto: Lorenz Huber for The Washington Post)

Esta ciudad memorial, hogar de la cultura Uigur, que alguna vez fue una parada en la Ruta de la Seda, está convertida en un pueblo Potemkin, como Pyongyang, donde no hay forma de diferenciar dónde termina lo real y dónde empieza el montaje.

La primera vez que llegué a Kasgar fue como turista, en 2006, al cruzar la frontera con Kirguistán. La recuerdo como el lugar mágico de los uigur, que lucen centro-orientales y hablan lenguas túrquicas escritas en caligrafía árabe, como una ciudad de higos frescos, humo de kebab y un mercado ruidoso los domingos, como un destino sorprendente y encantador que, por casualidad, estaba dentro del territorio chino.

Antes de regresar a Kasgar este mes, escarbé por mis fotos de aquel viaje. Encontré fotos de la famosa mezquita Id Kah, vibrante con movimiento. Fotos de hombres con barba, mujeres con velo y niños sonrientes, posando para la cámara. Imaginé qué fue de ellos, la mayoría debe tener veintipocos años.

En los últimos cuatro años, el gobierno chino ha detenido a más de 1 millón de uigurs en campos de reeducación, diseñados para despojarlos de su cultura, lengua y religión. Han sido obligados a quitarse la barba y descubrirse la cabeza. Fueron forzados a jurar lealtad al Partido Comunista Chino. Les arrebataron a sus hijos y los pusieron en orfanatos.

Al volver a Kasgar, me sorprendió cómo todo parecía normal. En la Ciudad Antigua, las familias caminaban en el mercado de noche mientras comían pan y carne. Las risas de niños llegaban desde las ventanas. Había muchos hombres jóvenes en las calles (las principales víctimas de la campaña de detención, que busca, principalmente, eliminar la radicalización).

Mientras recorría la ciudad, me inundó la misma mezcla de tristeza y rabia que sentí cuando reporté en Pyonyang. Sabía que era un “Show de Truman”, pero no podía ver las aristas del set. Pude ver los ojos vacíos de las personas y sentir una pesadez sólida en el aire.

Un visitante de la Ciudad Antigua de Kasgar podría pensar que todo luce normal. Pero, una mirada cercana revela que, en estre centro musulmán, ningún hombre tiene barba y ninguna mujer lleva hiyab. (Foto: Lorenz Huber / The Washington Post)

¿Alguna de esas personas había sido afectada por la campaña de “reeducación”? Seguramente. Pero no podía preguntarles. Así como en Pyongyang, no intenté entrevistar a las personas en la calle o en las tiendas, como haría en cualquier otro lugar del mundo.

Hacerlo es ponerlos en peligro. Sería grave si descubrieran que hablaron con una extranjera, y periodista, además. Me habría encantado hablar con alguien que haya pasado por los campos de reeducación, pero estaba consciente del riesgo que yo representaba para las personas con las que hablara sobre temas sensibles, o cualquier tema en realidad.

Entonces, hice algo impensable para una periodista: No busqué conversaciones en la calle. No pregunté nada en tiendas, parques o taxis. Además de las discusiones con los agentes de seguridad, no insistí. Todo lo que podía hacer era observar y ser observada.

Cuando llegué a China hace poco más de dos años, estaba terminando un libro sobre Kim Jong Un y me había empapado con Corea del Norte. Me esforcé por no ver a China con el filtro de un vecino paranoico.

China no es Corea del Norte, me dije.

Pero Xi Jinping, que subió al poder en 2013, hizo que fuera muy difícil mantener mis pensamientos lejos de Corea del Norte. Aunque hay un nivel de comercio y dinamismo que son impensables del otro lado de la frontera nororiental, hay días en los que China de verdad se siente como Corea del Norte.

La ex editora en jefe de la redacción pekinesa del WP confronta al chofer de un vehículo que la estuvo siguiendo en el área de Kasgar. (Foto: Lorenz Huber / The Washington Post)

Como el día en el que el Diario del Pueblo publicó el nombre de Xi en más de una docena de titulares de primera plana. O cualquiera de los días en los que entré a alguna librería donde el único texto en exhibición eran los tres volúmenes del libro de Xi Jinping, La Gobernación y la Administración de China. O el 1 de octubre del año pasado, cuando un retrato inmenso de Xi desfiló por Pekín sobre un auto negro en medio del festejo por el Día Nacional de la República Popular de China.

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Los Kims de Corea del Norte aprendieron a construir cultos de sus personalidades con el ejemplo del líder soviético Joseph Stalin y el del fundador de la China Comunista, Mao Zedong. Pero Xi alcanza un nivel de adoración personal que China no había visto en décadas.

En algunos casos, la propaganda funciona. Este año hablé con jóvenes de Changsha, la ciudad natal de Mao y, al parecer, admiran genuinamente al Partido Comunista. Conversé con ancianos en los hutongs, o callejones, de Pekín y expresaron alivio por tener Xi y no a Trump manejando la respuesta al coronavirus.

Sus respuestas parecen auténticas, pero se ha vuelto cada vez más complicado ver la diferencia.

No sólo en Xinjiang, a lo largo de toda China se ha vuelto casi imposible conversar con la gente en la calle. Las personas están asustadas de hablar, punto, ni críticas ni nada. Los estudiantes, profesores, trabajadores del supermercado, taxistas, madres y padres, todos me rechazaron de inmediato este año.

De vez en cuando encontraba algún valiente para conversar, y siempre me sentiré agradecida por su honestidad, pero esa honestidad implica otra capa de miedo: ¿Y qué tal si mi historia provoca la detención de esta persona? Los que alzan la voz sufren consecuencias graves, incluso varios años en prisión.

(Foto: REUTERS/Tingshu Wang)

La línea invisible entre lo permitido y lo potencialmente peligroso está cambiando rápidamente.

Los ciudadanos chinos corren mayor riesgo porque no hay recursos legales o amparos para ellos. Pero China, como Corea del Norte, comenzó a tomar rehenes extranjeros y a usar periodistas como peones en sus disputas políticas y diplomáticas con Estados Unidos y sus aliados.

El alcance de esta tendencia me golpeó de lleno este mes, mientras planeaba una despedida en Pekín. Al buscar en mi lista de contactos de la aplicación de mensajería WeChat, me di cuenta de cuántos habían sido expulsados, como mi colega Gerry Shih y muchos otros reporteros norteamericanos. (Estados Unidos forzó la partida de docenas de periodistas chinos en represalia).

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Sentí una punzada de dolor cuando llegué a la letra “M”. Los canadienses Michael Kovrig y Michael Spavor, a los que conocí en el trabajo, llevan más de 650 días detenidos por el gobierno chino en compensación por el arresto de un ejecutivo de Huawei en Canadá. Eso es más tiempo que cuando Corea del Norte detuvo a Otto Warmbier, el universitario americano.

Recientemente salió a la luz que Cheng Lei, una periodista australiana que trabajó para la agencia de noticias oficial de China, difundiendo su versión de los hechos internacionales en inglés, fue detenida en agosto. Es madre soltera con dos niños.

Por si hubiera duda sobre lo que Pekín, en un conflicto diplomático con Australia, planeaba, una semana después desperté con la noticia de que dos periodistas australianos huyeron de China luego de ser citados para interrogación con oficiales de seguridad del Estado y amenazados con prohibiciones de salida y posible detención.

Queda claro que ahora China piensa que el costo de tener corresponsales extranjeros (personas incómodas escribiendo sobre violaciones a Derechos Humanos) excede los beneficios de tener gente que publique las maravillosas ventajas de invertir en China.

Así que partí de China con el estómago hecho nudo. Ya había decidido aprovechar una oportunidad en Nueva Zelanda, mi país de origen, antes de los incidentes con los reporteros australianos. No veo cómo la situación podría relajarse o ser más fácil para los habitantes de China en los próximos años, tampoco para los periodistas que intentan mostrar a sus audiencias en casa cómo es estar en el país, para bien o para mal.

Antes de partir, un viejo conocido me contó un chiste que está circulando entre los chinos: “Antes pensábamos que Corea del Norte era el pasado, ahora vemos que es nuestro futuro”.

Fuente: Infobae

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