Por Guillermo Rodríguez

La dinámica de las noticias solía ser la de la actualidad, eventos de interés que captaron la atención de los grandes medios y el público. Hasta hace poco tiempo, la mayoría de los medios de Occidente cubrían, más o menos, los mismos eventos al mismo tiempo, pero con muy diferentes ópticas, orientación, análisis y opinión –así, quien quisiera verlos desde diferentes puntos de vista los tenía a su alcance– y aunque el sesgo izquierdista del grueso de la gran prensa de Estados Unidos –e  incluso de la de Europa occidental– no es novedad, el público estaba hasta hace poco tiempo razonablemente informado. 

Hoy es diferente. De una parte, el grueso de la información que recibimos, aunque provenga de medios –tradicionales o alternativos– llega a través de redes sociales. Las redes son el gran filtro de  formación de la opinión, más de lo que solían ser los grandes medios establecidos. Y esto ocurre en medio de una feroz radicalización del viejo sesgo izquierdista de los grandes medios, del auge del periodismo activista, que proclama el fin del compromiso con los hechos, para sustituirlo con un compromiso con agendas ideológicas radicales. 

En efecto, de una cultura totalitaria de la cancelación que se extiende de la academia a los medios y las grandes tecnológicas. Así pues, ese filtro privilegiado opera sin responsabilidad editorial, pero con línea editorial, y sin el menor compromiso con la neutralidad de la red, que sería la única legítima justificación de sus privilegios legales.

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Sin embargo, existen todavía medios independientes, a contracorriente de esos que conspiraron orgullosamente junto con políticos, grandes tecnológicas y viejos reductos sindicales, para cambiar el resultado de una elección presidencial mediante desinformación y manipulación, en nombre de la “salvación de la democracia”. La agitación y propaganda, a una escala y con una uniformidad e intencionalidad  desconocida fuera de los grandes totalitarismos, es hoy parte de la realidad de las grandes democracias. 

Un mundo nuevo y poco feliz

Es un mundo nuevo y poco feliz. Las democracias no seguirán siendo democracias en estas condiciones por mucho tiempo. Hay todavía instituciones que pueden resistir y, a veces lo hacen; pero ya las hemos visto ceder –en momentos y asuntos críticos– cuando se esperaba lo contrario.

Pero incluso en medio de este desolador panorama, la vieja dinámica de la actualidad sigue imponiéndose en los pocos medios independientes y hasta cierto punto. Incluso en los comprometidos con la agitación y propaganda del poder. Es privilegio del columnista insistir en que lo que ayer nos escandalizó, hoy nos sigue amenazando y malo sería olvidarlo. No hace mucho la gran noticia de la prensa independiente –otra más de la que la gran prensa de la cancelación se negaba a informar– fue la iniciativa de Bill Gates sobre la “veracidad” de la información en Internet.

De haberlo tratado entonces, me habría concentrado en lo ridículo que resulta que nos digan que el New York Times (NYT) será la medida de la verdad periodística. Es un gran periódico, sin duda, y muy influyente. Fue una parte clave de la gran conspiración  para torcer la última elección presidencial americana –y están orgullosos–. Hace décadas que es fuente de escándalos de desinformación en favor de la izquierda radical. Si el NYT hubiera sido la medida de la verdad periodística –a la escala que quiere Gates hoy en Internet– en la primera mitad del siglo pasado, nadie habría sabido nunca que el estalinismo impuso una hambruna genocida sobre Ucrania. Y es apenas un ejemplo entre muchos. 

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Pero hay algo más peligroso en la iniciativa de Gates y que no se limita a una actualización tecnológica –en tiempo real– del índice de libros y autores prohibidos de la inquisición. La inquisición, en materia de censura –pese a condenas a muerte– fue un juego de niños en cuanto a evitar que lo que censurara circulase, en comparación con los grandes totalitarismos del siglo XX. Y esos totalitarismos tampoco lograron poner fin al Samizdat, aunque encarcelaron, torturaron y asesinaron sin pausa intentándolo. 

Hoy sería fácil y puede ser mucho menos cruento –a menos que deseen hacerlo cruento, e intenciones no les faltan, si nos guiamos por los reclamos de esa ultraizquierda desde la que empiezan a correr hoy las ventanas de Overton de lo que pretenden imponer mañana– porque si toda, o casi toda la información, llega por Internet –y en la actual dinámica de la industria editorial, los libros impresos no escapan a eso– el censurar es un problema de algoritmos. Es técnicamente posible cancelar informaciones, opiniones y personas en Internet. Bien lo sabe el tecno-totalitarismo de Beijing. Y es lo que anuncia Gates –al igual que otras grandes tecnológicas de Silicon Valley– para Occidente.

Pero otra cosa que conoce bien Beijing quedó clara en la iniciativa de Gates. Una iniciativa que no estaba clara en otras similares y es la trazabilidad hacia los usuarios. El seguimiento de la información “peligrosa”, la identificación y seguimiento de todos y cada uno de los que la vieron, el análisis de sus patrones de difusión, la identificación y seguimiento de nodos y redes. Y no nos engañemos, hablamos de personas –y grupos de personas, formales e informales– que leen lo que les interesa y lo reenvían. No de otra cosa.  

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Es el mapa universal –en línea y en tiempo real– de “los deplorables” a ser cancelados, tarde o temprano. Es el primer paso al gran gulag de Internet, primero virtual y luego físico. Esa es la amenaza. Y es una amenaza muy real, pero suena tan inimaginable que es fácil de encasillar como una teoría conspirativa. Sin embargo, al informarse sobre el tecno-totalitarismo de Beijing –su alcance actual y futuro desarrollo anunciando– se nota de inmediato porque no es difícil adaptarlo a Occidente en nombre de las “mejores intenciones” e implementarlo, ocultando su lado más oscuro hasta que sea demasiado tarde.

Fuente: elamerican.com

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