Por Juan Manuel de Prada

Yo mantuve una relación muy estrecha con mis abuelos maternos, de manera que todavía cultivo un concepto reverencial de la vejez por completo anacrónico. Pero tal vez porque gocé de un trato cotidiano y continuo con mis abuelos –con los que conviví bajo un mismo techo durante años– no cultivo la imagen almibarada que hoy se suele ofrecer de la vejez, que en realidad es un barniz dulzón con el que se disimula hipócritamente una realidad pavorosa que la plaga coronavírica ha dejado expuesta.

Escribía Cicerón en su célebre tratado que los viejos suelen ser quisquillosos, pues «piensan que los desprecian, que los tienen en poco, que se burlan de ellos». Sin duda en tiempos de Cicerón habría gentes que despreciaban o escarnecían a los viejos; sin embargo, los viejos eran también venerados como fuente de sabiduría e incorporados a la vida pública, en muy diversas magistraturas, o siquiera como consejeros de los gobernantes. En nuestra época, por el contrario, el desprecio y la burla de los viejos están casi vedados públicamente; pero se trata de una argucia farisaica que esconde un repudio inconcebible en la época de Cicerón. No el repudio ocasional que en todas las épocas se ha producido (pues siempre han existido hijos descastados que abandonaban a sus padres, como padres desnaturalizados que abandonaban a sus hijos), sino un repudio generalizado, colectivo, incluso institucional; un confinamiento o extrañamiento de la llamada ‘tercera edad’ en un gueto o arrabal de desguace, al modo de chatarra humana relegada a la irrelevancia pública, con frecuencia también a la soledad. Por supuesto, tal relegamiento se edulcora con diversos placebos y aspavientos emotivistas; pero la plaga coronavírica lo ha hecho más evidente que nunca.

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Detrás de este maltrato a la vejez se halla, por supuesto, el miedo invencible a la muerte que gangrena a las sociedades desesperadas (sin fe en la vida de ultratumba), que necesitan esconder los signos más evidentes de su proximidad. Y se halla la destrucción concienzuda de la institución familiar, que no es sino la consecuencia lógica del odio a la tradición que florece, a modo de moho, en las sociedades desesperadas. Se ha borrado de la conciencia de nuestra época la concepción de las sucesivas generaciones humanas como eslabones unidos de una cadena que se brindan mutuamente apoyo y fortaleza. Para ayudar a los viejos a sobrellevar los padecimientos propios de su edad, las sociedades todavía regidas por la tradición contaban con una auténtica comunidad familiar que cuidaba de ellos y los confortaba. Pero los hombres (¡y las mujeres, oiga!) de nuestra generación consideran que su vida será más plena si rompen las cadenas de la tradición y se convierten en eslabones sueltos y desvinculados. Así, nuestra generación maldita se ha ‘independizado’ de la familia que reprime el libre desarrollo de su personalidad, para convertirse cada individuo en una mónada satisfechísima que ya no tiene que cargar con la rémora de sus viejos, a los que aparca en uno de esos modernos morideros llamados ‘residencias’, que durante esta plaga se han convertido en una ratonera tan eficaz al menos como Stalingrado.

Y para que esta generación que ha abandonado a sus viejos en los morideros, declinando las obligaciones de la sangre, pueda dormir tranquila se ha impuesto una visión de la vejez como edad excedente, sobrante, superflua. Una etapa de la vida odiosa, porque en ella hace mucho frío y las pasiones que brindan color a la vida (a la vida bulímica propia de las sociedades desesperadas) se apagan y los achaques se multiplican, hasta amargar por completo los días, que así se convierten en un cúmulo prescindible que conviene abreviar (sobre todo porque la soledad a la que condenamos a los viejos torna los días y los achaques más insufribles). Y para que esta consideración de la vejez como edad excedente triunfe (tanto en los viejos que se resignan a languidecer como en los jóvenes que los aparcan en un moridero), hay que borrar de las almas la noción cristiana de la vida como drama, en la que la escena final es siempre la más importante, porque dota de sentido todas las anteriores.

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Y, una vez convertida definitivamente en edad excedente, será más fácil llevar el desprecio a los viejos hasta el límite (aunque, por supuesto, convenientemente embadurnadito de compasión). Ya que la vejez no puede ser ‘curada’ mediante la medicina, la medicina se debe encargar de apacentar a los viejos hasta los rediles de la muerte, para que dejen de dar la murga. Porque, aparte de los morideros, esta generación depravada también puede brindar a sus viejos el “derecho” a la eutanasia.

Fuente: kontrainfo.com

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