Por Gerardo Garibay Camarena
a sistematización de la tolerancia es uno de los mayores logros de la época moderna. Ha hecho posible tanto la consolidación de nuestros sistemas republicanos y democráticos, como la convivencia y el trabajo conjunto entre personas de diferentes ideologías, culturas y cosmovisiones, que a su vez nos permite disfrutar de avances tecnológicos a un ritmo que antes era inimaginable. Esa es la buena noticia.
La mala noticia es que, en los últimos años, desde la izquierda progre se ha impulsado un nuevo paradigma de la inclusión y la “justicia social”, que se disfraza de amor por la diversidad, pero construye un sistema totalitario, utopista y profundamente antidemocrático.
La tolerancia es democrática, la justicia social no
A primera vista, la inclusión y justicia social promovida por la progresía parece el siguiente paso natural y deseable para los sistemas democráticos. Incluir a la diversidad y hacer “justicia” para los oprimidos suena muy bonito. ¿Quién pudiera estar en contra? Sin embargo, detrás del concepto se oculta un peligroso viraje hacia el totalitarismo. Veamos por qué:
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La tolerancia implica que “toleras” a aquellas personas, ideologías o formas de vida con las que no estás de acuerdo. Un sistema político basado en la tolerancia no te exige aceptar, aplaudir o asumir en tu vida aquellas cosas que te parecen incorrectas, simplemente te pide que vivas y dejes vivir.
Por ello es que la tolerancia hace posible la moderna democracia de partidos, basada en la idea de que al interior de un mismo país pueden existir diferentes posiciones políticas e ideológicas, incluso radicalmente contrapuestas, y que todas tienen el derecho de convivir en el mismo país, respetando cada una el espacio de las demás.
Por el contrario, la inclusión y la justicia social planteadas por la progresía van mucho más allá. No se contentan con pedirte que toleres a quienes propongan valores, ideas o formas de vida diferentes a las tuyas; tienes que aceptarlas y asumirlas como válidas. En la tolerancia se respeta tu derecho a pensar que X, Y o Z son idiotas que están equivocados. En la inclusión el estándar es mucho más alto: no sólo te exigen afirmar que X, Y o Z tienen derecho a creer en lo que creen, sino que tú debes aceptar sus creencias como válidas e integrarlas en tu vida diaria.
Esto resulta particularmente notorio en el caso de las políticas de género. Un sistema tolerante reconocería el derecho de cada persona a vestirse como le dé su gana, incluso a cambiarse el nombre; pero no implicaría la obligación de que todos los demás la celebren, le festejen el cambio y se adapten a ello.
Es una diferencia sutil, pero muy profunda en sus implicaciones. La tolerancia se refiere a respetar lo que hacen los demás, la inclusión progre nos obliga a celebrarlo y a someternos.
Inclusión, sí, pero ¿de quién?
El paradigma de la inclusión y la justicia social progre plantea de dientes para afuera que los proyectos de vida de cada ser humano deben ser aceptados y celebrados. Sin embargo, dicho planteamiento tiene al menos dos problemas muy serios:
El primero es que la supuesta generalidad de la inclusión es una mentira. El ecosistema de la izquierda es el que decide qué conductas o identidades son “incluidas y celebradas”; aquellos sectores que esta considera útiles a su causa son elevados a una categoría casi heroica, por el contrario, las identidades religiosas, conservadoras o de derecha son ridiculizadas, excluidas de manera sistemática y cada vez más prohibidas a través de la ley.
Ello nos lleva al segundo problema: los seres humanos no somos islas que operen en aislamiento. Nuestra identidad, ideología y proyectos de vida implican necesariamente la interacción y la influencia en otras personas.
Por ejemplo, para el transgénero no basta con simplemente autodefinirse como tal, ni siquiera es suficiente con atravesar una dolorosa operación para asumir características físicas similares a las que socialmente se le adjudican al otro género (a pesar de que supuestamente el género es una construcción social) sino que es necesario que las instituciones y el resto de la sociedad modifiquen su conducta para referirse a ellos como integrantes del género que han decidido asumir.
En el fondo, el activista musulmán que patrulla las calles de alguna ciudad europea para combatir la indecencia, el vegano que busca imponerle las berenjenas al prójimo y el activista transgénero que impulsa leyes para obligar a que el resto de la humanidad se refiera a él o ella bajo su nuevo género, están actuando a partir del mismo paradigma: la idea de que el mundo exterior debe no sólo tolerarlos, sino celebrarlos y adaptarse a ellos.
Dicho de otro modo, su anhelo, identidad y plan de vida personal sólo se cumple a través de la participación/sometimiento activo de los demás, y lo mismo ocurre con cualquier otro de los proyectos o identidades que encontramos en nuestra sociedad.
En consecuencia es imposible “incluir” simultanea y plenamente todas esas identidades, algunas serán impuestas a costa de otras. Así, el paradigma de la inclusión y la justicia social, llevado al ámbito político y específicamente al legislativo, resulta en sistemas totalitarios.
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¿Por qué?
Porque esencialmente implica que los grupos cuya inclusión sea decretada reciben el derecho de obligar a los demás a vivir como ellos quieren, erosionando en el camino las libertades que los demás tengan para criticarlos abiertamente, o incluso para estar en desacuerdo en el interior de su propia casa.
Ese es el espíritu que anima a las leyes de cuotas para la diversidad sexual, a las reformas de los sistemas educativos para prohibir la enseñanza que vaya en contra de la ideología LGBT, e incluso para limitar el margen de maniobra de los padres en la crianza de sus hijos. Es la “inclusión” forzada de grupos jurídicamente privilegiados, a costa de la libertad del resto de los seres humanos.
Lo personal es político y lo político es personal
Al hacer tanto énfasis en la dimensión política de la identidad personal, el paradigma progre de la justicia social diluye drásticamente la frontera entre ambos espacios de la convivencia. En una democracia tolerante la política es algo de lo que se habla en elecciones, si acaso. El resto del tiempo, para el ciudadano común hay otros intereses y la afición política es algo que sólo se comparte con la familia y los amigos más cercanos.
Las abuelas decían que discutir de política, religión y futbol era de mala educación; vaya que eran sabias. Irónicamente esa segmentación de los ámbitos de convivencia permitía mucha mayor libertad de acción política: beneficiaba a quienes se interesan en la política, porque podías votar por y apoyar a quien te diera la gana, sin temor a sufrir represalias, perder tu trabajo y quedar fuera del grupo social; y beneficiaba a los demás, porque a quienes les aburre la política podían solo ocuparse de votar y luego desentenderse del asunto hasta la próxima elección.
Por el contrario, al convertir lo personal en político y lo político en personal, la inclusión progre nos sumerge de manera permanente y absoluta en el fragor de una interminable batalla electoral en la que, además, no se nos permite ni siquiera el refugio de la “no intervención”, pues la única conducta aceptable es la plena y entusiasta adhesión al credo de la progresía, que además avanza cada vez más rápido hacia la izquierda. Todos los demás son traidores, indignos, malignos.
El totalitarismo como herramienta para el “hombre nuevo”
Al igual que el resto de las utopías políticas totalitarias, la progresía no se conforma con gobernar, quiere transformar radicalmente a la sociedad y dar como resultado un “hombre nuevo” (bueno, en este caso una nueva criatura de género no definido y no binario). Esta nueva persona ha dejado atrás cualquier lealtad y está definida exclusivamente por su servicio a la agenda de la deconstrucción.
En una primera etapa la deconstrucción se enfoca en destruir los roles de género y las jerarquías tradicionales (nación, civilización, cultura); ahí el enemigo es lo occidental, que oprime a lo no-occidental. En una segunda etapa el enemigo es lo social, que oprime a lo individual. Finalmente, en una tercera etapa el enemigo es lo humano, que oprime a lo animal. Al final del día es el viejo nihilismo, con nuevo disfraz.
Antes de la nada, la tiranía
Antes de llegar a la nada, la meta del totalitarismo progre es conquistar el Estado, usar su violencia para destruir cualquier contrapeso a su dominio, y a partir de ahí construir la utopía, de manera similar a como el viejo comunismo hablaba de una dictadura del proletariado que antecedería a la paradisíaca “sociedad sin clases”.
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Por lo tanto, no nos engañemos. La inclusión y la “justicia social” que propone la progresía no es ni liberal, ni democrática. Es una pretensión totalitaria, que exige sometimiento y compromiso absoluto en una supuesta carrera contra la opresión que tiene mucho más en común con la revolución permanente trotskista que con los principios democráticos.
Lo más grave es que es un discurso muy atractivo. Suena bonito y avanza cada vez más rápido, conquistando conciencias, legislaciones y naciones; aprovechando la dulzura de sus lemas y la indolencia de políticos o periodistas a quienes les gusta sentirse los buenos de la película a cambio de ceder, pasito a pasito, libertades de expresión, de contratación, de opinión y de acción que después lloraremos con lágrimas de sangre en el desesperado silencio de nuestra propia complicidad en la destrucción de la democracia.
¿Y para impedirlo? el primer paso es entenderlo.
Fuente: elamerican.com