Hace poco vi One Child Nation, el documental de Nanfu Wang sobre la política de hijo único en China. No es ajeno a nadie que China, país comunista desde los cincuenta, ha sometido a su población a la miseria innata a una economía completamente controlada por el Estado. Uno sabe de las cifras, como las de la Gran hambruna, cuando más de quince millones de personas murieron de hambre. Pero las cifras, como datos objetivos, se diluyen. En cambio, las historias afectan.

One Child Nation retrata una política inhumana, ejecutada con medidas inhumanas y que tuvo consecuencias inhumanas. No solo fue el acoso a las familias para evitar que engendraran un segundo hijo. Fueron los abortos y las esterilizaciones forzosas; las demoliciones de hogares que incumplieron la norma o el masivo tráfico de niños. Los relatos son aterradores.

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Bebés abandonados en las calles. Mujeres huyendo, desnudas, de doctoras que iban a operarlas sin sus consentimientos. Madres vendiendo a sus hijas, aunque las amaban. Todo esto ocurrió bajo una muy severa política que se entrometía de lleno en la privacidad y la libertad de las familias. Eso fue y es China: un Estado de carácter totalitario que controla cada espacio de la vida de sus ciudadanos. Una realidad inhumana donde cada vida está sujeta a la voluntad y a los caprichos del Partido Comunista.

Pero parece que no nos importa. Y el problema es grande, porque la naturaleza criminal del régimen chino trasciende las fronteras del país. China violentó su tratado con Reino Unido sobre Hong Kong, otrora uno de los espacios más libres (y, en consecuencia, prósperos) del mundo; persigue, mutila y asesina a los uigures (o somete a campos de concentración); roba propiedad intelectual y cibernética; agrede a sus vecinos, arrebató islas para construir bases militares y robó secretos a Estados Unidos, sin consecuencias. Apoya regímenes dictatoriales y genocidas, como el venezolano, y cada vez controla económicamente más regiones miserables a partir de créditos absurdos. Todo lo anterior sin considerar la responsabilidad gigante de China en el esparcimiento del COVID-19 —que hoy sigue aquejando al mundo—, la estafa a varios países y su alarmante presión sobre la Organización Mundial de la Salud.

China es, indiscutiblemente, una amenaza para nuestras libertades. Quizá, la mayor amenaza que enfrenta Occidente. Lo es porque no solo comete crímenes, in-house y a lo largo del globo, sino que además es una potencia económica, que crece ante la debilidad de sus adversarios. Y hoy, su principal adversario, Estados Unidos, el que tiene el peso de hacerle frente a un régimen criminal como el de Xi Jinping, luce frágil, débil.

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Decía muy bien el Wall Street Journal en un editorial que “luego de los años de Trump, Beijing quiere un regreso a la política de acomodación de Obama a los avances globales de China”.

“El mayor reto [hoy] es China, que cada vez confía más en que tiene la ventaja estratégica ante un Estados Unidos en declive”, se lee en el Wall Street Journal. “La forma de pensar de las fuerzas en Beijing no es muy diferente a la de la Unión Soviética de la década de los setenta, cuando el declive americano estaba en auge y los comunistas trataban de avanzar en todo el mundo. Excepto que China tiene hoy mucha más fuerza económica”.

El régimen chino sabe que Estados Unidos bajo el Gobierno de Joe Biden es frágil. Esto es aterrador, porque un Estados Unidos débil deviene en una China fuerte y una China fuerte no le conviene a nadie que realmente aprecie la libertad.

Con Hong Kong vimos una muestra de la voluntad del Partido Comunista. Miles de honkoneses han sido detenidos, otros han huido al exilio. Amigos míos han sido apresados por ser afines a la causa de democrática y gente muy cercana, con el corazón en Hong Kong, no podrá regresar al país. Fue una región próspera, con un futuro completamente alentador y modélico. Ya no lo es. El mundo perdió a Hong Kong. Y nadie hace nada.

Nadie ha hecho nada nunca, hay que decir. Nada cuando China mata o encarcela uigures, roba propiedad intelectual, miente o permite el esparcimiento del virus que hundió a Occidente en una crisis económica sin precedentes (China fue la única economía, en todo el mundo, que creció en tiempos de pandemia). Nada cuando mató a su población de hambre. Nada cuando obligó a las familias a abortar, esterilizó forzosamente a las mujeres, demolió sus hogares o permitió el tráfico ilegal de niñas abandonadas a propósito de una de las políticas más crueles e inhumanas que se han implementado en la humanidad.

En el primer encuentro bilateral entre el Gobierno de Biden y China en Anchorage, el secretario de Estado americano, Blinken, se explayó en elogios y recalcó la hospitalidad de Estados Unidos. Mientras, el hombre del Partido Comunista para los asuntos exteriores, Yang Jiechi, criticó fuertemente a Estados Unidos y resaltó lo que para él era la superioridad de la “democracia al estilo chino”. Sus palabras, contra la mayor potencia de Occidente, fueron durísimas.

El tono es una representación del ambiente entre ambas potencias. Una, envalentonada, da pisadas tajantes ante la decadencia de la otra. Lamentablemente, dependemos de la última. China anda impune. Y por lo que parece evidente, las cosas seguirán así.

Fuente: gaceta.es

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