Por Hugo Marcelo Balderrama – Panampost.com

Desde que a finales de los años 90 el Foro de Sao Paulo puso sus garras en Bolivia. Ha insumido la mitad de sus esfuerzos en destruir la institucionalidad y cooptar todo los espacios posibles en la prensa, la academia y la opinión pública. Con la otra parte se dedicó a construir mitos. Verbigracia, transformar a un iletrado como Evo Morales en representante de la causa indígena, o absorber el narcotráfico como parte de la lucha por la «soberanía» de los pueblos explotados —después de todo, los relatos son parte importante de la política—.

Pero las entelequias son fatales para las naciones, especialmente, si la oposición es parte de las mismas, o por lo menos es incapaz de verlas.

El «milagro económico boliviano» es el primer mito que nadie en la oposición se atrevió a desmentir, incluso Carlos Mesa era uno de los porristas más entusiasta. Además, que muchos economistas festejaron que el PIB haya alcanzado un 6,5 % de crecimiento el año 2013, y lo tomaron como una muestra del éxito del Modelo económico social comunitario productivo boliviano.

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Sin embargo, eso del milagro no es nada más que la suma de tres macroburbujas. Fenómeno que magistralmente describe el economista Mauricio Ríos García:

 La burbuja estatal, alimentada fundamentalmente por la cotización extraordinaria de commodities y la carrera del gasto público, que a su vez han permitido incrementar el número de atribuciones y competencias del Estado sobre la economía, en todos sus niveles administrativos; la burbuja financiera, alimentada primero por el gasto público a través del sistema bancario y financiero, y luego por la nacionalización monetaria y el crédito artificialmente barato; y la burbuja productiva, caracterizada por un público inducido a sobre-endeudarse para acometer errores generalizados de inversión que jamás hubieran sido posibles en condiciones de libre competencia.

Por otro lado, distintos índices e indicadores elaborados por diferentes instituciones internacionales independientes desmontan por completo el relato oficial respecto a la economía boliviana.

Por ejemplo, el Índice de libertad humanaelaborado anualmente por el economista Ian Vásquez del instituto CATO, muestra que desde el año 2018 Bolivia ocupa el puesto 92 entre 162 países analizados. Posición que para el 2020 nos coloca entre los peores países del continente, sólo por encima de Haití, Nicaragua y Venezuela.

Por su parte, la Fundación Heritage en su Índice de libertad económica del año 2020 coloca a Bolivia en el puesto 172 de 178 economías analizadas. Es decir, que somos una de las naciones que más reprime la actividad económica alrededor del mundo.

Asimismo, el Índice de Facilidad para Hacer Negocios 2020 (Doing Business) del Banco Mundial. Que realiza un análisis sobre 160 economías muestra que Bolivia cayó del puesto 111 en 2006 al puesto 150 en 2020.

Cabe aclarar que algunas de las variables que se consideran para elaborar el mencionado indicador son: la facilidad para la apertura y cierre de empresas, el respeto a la propiedad privada de los inversionistas y la cantidad de impuestos a pagar. Por ende, una caída de 39 puestos en 15 años nos muestra una paulatino estrangulamiento sobre el sector privado.

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Debemos advertir que todo lo anterior no es culpa del gobierno de Jeanine Añez, como nos pretende convencer el oficialismo, sino de una continua destrucción de los marcos institucionales —en especial, desde el 2005—.

Y eso nos lleva al siguiente capítulo de las fantasías bolivianas: el «golpe» de Estado del año 2019.

Desde la renuncia de Morales en noviembre del año 2019, la prensa y varios organismos de izquierda intentaron imponer la idea del pobre presidente indígena expulsado del país.

Pero lo que nadie se puso analizar fueron dos cosas: 1) cómo llegó Morales al poder y  2) cuáles son sus verdaderos objetivos.

En primer lugar, debemos recordar que Morales se hace con la presidencia derrocando a Sánchez de Lozada (acción que contó con la ayuda de Carlos Mesa). Pero antes de eso, ya había causado desórdenes, bloqueos y muertes.

Por ejemplo, durante la guerra de la coca, enero del año 2002, el teniente de ejército Marcelo Trujillo y el policía Antonio Gutiérrez fueron cruelmente asesinados mientras eran evacuados en una ambulancia desde Sacaba a Cochabamba. Varios testigos, entre ellos el cocalero Félix García Cáceres, acusaron a Morales como autor intelectual del linchamiento a los oficiales del orden. Con esas pruebas, varios parlamentarios pidieron el desafuero de Evo Morales, y logró ser expulsado del Congreso por un corto tiempo (Jorge Quiroga frenó el proceso mediante un acuerdo de pacificación, error o mala fe, eso nunca lo sabremos).

Una vez instaurado en el poder, y siguiendo órdenes del castrochavismo, Evo Morales instauró una asamblea constituyente (cuya única meta era aprobar una constitución comunista), destrozó los avances en materia de autonomías regionales y municipales y llenó de militares cubanos el país (aunque muy bien camuflados de médicos). En resumen, convirtió a la patria en un satélite del terrorismo cubano.

Por eso, obviamente, la rebelión popular que derrocó a Morales, además de la victoria de Bolsonaro en Brasil el 2018, fueron golpes muy duros para la cofradía delincuencial del Foro de Sao Paulo. Por ende, había que salir en rescate del camarada Evo. Y para eso nada mejor que jugar la carta racial y golpista. Total, si no se recuperaba el poder, por lo menos se tenía otro elemento para seguir alimentando las fantasías revolucionarias en Bolivia. Penosamente, y con la ayuda de una «oposición» funcional, el Movimiento Al Socialismo regresó al poder.

Ante ese panorama ¿Qué nos toca hacer a los simples ciudadanos?

En primer lugar, siempre alertar que no fue un golpe, sino un fraude electoral. Segundo, no dejar sólo a nuestros compatriotas que se sacrificaron en las calles, por ejemplo, Yassir Molina. Finalmente, seguir luchando sin bajar los brazos. Porque acá nadie se casa ni nadie se rinde. 

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