Por Angélica Benítez O’Farrell – elamerican.com

Los niños pequeños son particularmente graciosos porque viven creyendo que ellos son el centro del universo. Suponen que absolutamente todos los seres humanos vivimos para satisfacer sus necesidades y deseos mientras que los adultos a su alrededor parecen confirmarlo al tratarlos con especial atención y fascinación. 

Conforme vamos creciendo, maduramos y entendemos que no somos lo más importante, que nuestras emociones no rigen al mundo y que todas las demás personas están enfrascadas en sus propias vidas, preocupaciones y asuntos. Este es un proceso crucial porque nos permite voltear a ver las necesidades del otro, volvernos responsables de nuestro futuro y entender que no somos poseedores de la verdad, sino buscadores de ella. Y, solo entonces, somos realmente capaces de dejar de ser víctimas de las circunstancias y ponernos al frente de nuestra vida. Si no vivimos este proceso, no podemos ser realmente libres.

Si, a los 10 años de edad, un niño siguiera creyendo que es el centro del universo, probablemente se quedaría sin amigos. Su narcisismo generaría rechazo y, si no se le encaminara correctamente, creería que todos los demás están equivocados, que no hay nada malo con él. 

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Si cumpliera 15, abriera su cuenta de Instagram y se llenara de mensajes del estilo “que no te importe lo que digan los demás”, “eres suficiente” o “esto es lo que eres y no tendrías por qué cambiarlo”, el problema se iría agrandando. Se le reafirmaría que su inmadurez es parte de su esencia y no tendría por qué renunciar a ella. Viviría en una burbuja de egocentrismo durante su adolescencia.

Si no ocurriera algo que le permitiera madurar su entendimiento de la realidad, se convertiría en un adulto como los que lamentablemente abundan en el 2021. Estamos viviendo en el sueño de cualquier dictadura: tener ciudadanos incultos que crean que todo gira en torno a sus personas, que se conforman con pan y circo y sientan que lo más trascendental que pueden hacer con su tiempo es subir un video a TikTok y que se haga viral. 

Y, entre más absurdo el contenido, por supuesto, las probabilidades de viralización aumentan. Por lo tanto, creen que hay que mantenerse en el nivel de lo absurdo.

La generación infantilizada

Podemos atribuir este generalizado “síndrome de Peter Pan” a las perversas acciones de algunos medios y gobiernos. Para que la infantilización de la población ocurra y beneficie a unos cuantos, además de preservarlos en su estado egocentrista, se necesita hacerle creer a este grupo que vivir con una visión inmadura de la realidad es “cool”, está bien y no hace daño a nadie. 

Entonces, el gobierno puede convertirse más fácilmente en ese “papá Estado” que, supuestamente, ve por el bienestar de sus hijitos mientras ellos se dedican a ver caricaturas sin cuestionarse la realidad.

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Hace un año, cuando inició la pandemia de COVID-19, el Gobierno de México no tuvo mejor idea que diseñar una caricatura a la que llamó “Susana Distancia”, porque claro, hay que mantener el discurso infantilizado. 

Cabe mencionar que este diseño no fue creado para los niños, sino para la población en general ¿Será que nuestro nivel intelectual no nos permite entenderlo de otra manera? Ningún país de primer mundo utilizó estrategias de este tipo. Nos hemos acostumbrado a que nos hablen como si tuviéramos 12 años, y que es normal comportarnos como si los tuviéramos.

En la sociedad infantilizada, nadie cuestiona, solo obedece porque tiene “libertad” para jugar a lo que le gusta. Y si alguien se atreviera a cuestionar se le tacha de “discurso de odio”, se le castiga y envía a “la silla de pensar”. Se asemeja un poco a aquella tierra a la que fue llevado Pinocho en la película de Disney, donde nadie necesitaba pensar, solo daban rienda suelta a sus instintos,  pero, de pronto, estaban todos convertidos en burros y obligados a vivir como tales. 

Recuerdo que alguna vez, cuando tenía unos siete años, estaba jugando con una compañera de la escuela. Ella empezó a decirme que en su casa nevaba, que la nieve llegaba hasta el sol y que, además, hacía calor, lo que permitía que los niños jugaran con la nieve sin tener frío. Esto era, desde luego, una fantasía propia de una niña de su edad, pues en esa ciudad ni siquiera nevaba. Para no entrar en conflicto, recuerdo que le dije: “¡wooow! ¡Qué increíble”, sin cuestionar su idea, y luego seguimos jugando como si nada. El asunto es que, como dije, teníamos siete años.

El problema es que en la sociedad infantilizada todos los adultos creen que sus fantasías son reales y se sienten con el derecho de obligar (incluso legalmente) a otros a creerlas también. Toda la locura de la cuestión de género ha surgido precisamente por esta idea testaruda de que “si yo lo creo, es verdad, porque yo poseo la verdad” y eso está por encima de lo que la evidencia científica tenga que decir.

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Y, mientras tanto, algunas personas nada infantilizadas, muy astutas y muy poderosas, toman control absoluto de los recursos del planeta y los escenarios políticos. Nos hacen creer, entonces, que estamos eligiendo estilos de vida que, en realidad, están siendo impuestos a través de modelos de conducta. 

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