Por Guillermo Rodríguez – elamerican.com
Entre el 3 al 5 de mayo de este extraño año 2021 los ministros de Relaciones Exteriores del Grupo de los 7 se reunieron en Londres. La historia del G7 se inició en 1975 con una primera reunión de alto nivel en Rambouillet, Francia, a la que asistieron líderes de seis países: Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Alemania Occidental, Francia e Italia.
En 1976 se sumó Canadá. Eran siete países industrializados que totalizaban más del 60 % del Producto Interno Bruto global de entonces. Tras el colapso soviético, la Federación Rusa formó parte del grupo a partir 1997 —por lo que pasó a denominarse G8— hasta la exclusión de Rusia en 2014 como represalia por su anexión de Crimea, en un conflicto ruso-ukraniano que sigue generando inestabilidad en el mar negro.
Aunque las cumbres oficiales de políticos y burócratas no han dejado de multiplicarse, pocas son realmente importantes, otras —de naturaleza extraoficial— como el Foro de Davos son más importantes porque resultan los nuevos ejes de poder e influencia entre las grandes burocracias multilaterales, intelectuales y políticos que impulsan agendas socialistas transnacionales con apoyo de grandes negocios en busca de la captura de rentas, subvenciones y privilegios. Siempre bajo cubiertas que han ido de la supuesta crisis de sobrepoblación —gran tema de los años ‘70 y el catastrofista Club de Roma— a la actual agenda globalista, bajo el manto de la lucha contra un cambio climático presuntamente antropogénico.
Pero la reunión del G7 sí importa. Sigue siendo, a fin de cuentas, la reunión de la superpotencia americana con el resto de las mayores economías desarrolladas de Occidente.
La alianza chino-rusa
Poco antes de la reunión el secretario de Relaciones Exteriores del Reino Unido, Dominic Raab, lanzó fuertes declaraciones sobre estrategias cibernéticas de desinformación y propaganda rusas como factor desestabilizador de las democracias de Occidente. Era de esperar.
El servicio exterior británico ha identificado oficialmente a la Federación Rusa —bajo el nacionalismo autoritario y el “capitalismo” de amigotes de Putin— como la mayor amenaza externa inmediata a su seguridad, al tiempo que reconoce en el ascendente poder del tecno-totalitarismo chino como su mayor desafío militar, económico y tecnológico de mediano y largo plazo. Raab apeló a la relación especial entre el Reino Unido y los Estados Unidos en su reunión con el nuevo secretario de Estado Blinken.
Tras “celebrar” en la reciente reunión virtual de jefes de Estado del G7 la ausencia de Trump y lo que creen un retorno del status quo con la administración Biden —pésima lectura del Washington de hoy con más de deseo que de realidad— las potencias del G7 comienzan a buscar de éste Washington compromisos geoestratégicos claros en un mundo que cambia rápidamente.
La OTAN se formó en los inicios de la Guerra Fría para contener a la URSS garantizando que no avanzara sobre Europa Occidental. Hoy, ante una nueva y muy diferente guerra fría, en el Indo-Pacífico surgió forzosamente el Diálogo de Seguridad Cuadrilátero (QUAD), entre los Estados Unidos, Japón, Australia e India para contener la agresiva expansión —no solo militar e ideológica, sino económica, financiera y comercial— de la emergente superpotencia china. Y entre los invitados a esta cumbre del G7 estaban Australia e India.
La presencia del QUAD en pleno apunta a que el Reino Unido se integre al QUAD, oficializando un compromiso ya iniciado con inversiones en su poder naval y una fuerza de portaaviones en el Indo-pacífico. Una “nueva OTAN” empieza a dibujarse en la nueva primera línea de frente entre las dos superpotencias enfrentadas.
La envenenada herencia de Obama
En Londres quedó claro que estamos nuevamente ante dos bloques hostiles liderados por dos superpotencias, los Estados Unidos y una nueva China que no ha dejado de ser un totalitarismo feroz. Era inevitable, el PCCh adoptó herramientas capitalistas —en el marco de una una hábil manipulación de las reglas del comercio internacional y una más hábil manipulación de oportunidades de negocios para grupos de intereses concentrados que le sirvieran de tontos útiles en Occidente— para sostener y actualizar su totalitarismo, apostando por fortalecer así su economía para hacer de China una superpotencia agresivamente expansiva en todos los campos. Y era absurdo esperar otra cosa de un poder totalitario y genocida.
Pero la complacencia comercial, financiera y política de Washington con las manipulaciones chinas durante toda la administración Obama —que la administración Biden desearía repetir, pero no puede— fue la clave del ascenso chino sin contención real alguna. Bajo Obama, Washington incluso cometió errores político-militares imperdonables en el arco de contención del Pacífico. Sin embargo, con la administración Trump llegó —aunque de forma tardía— el reconocimiento de que China era ya una superpotencia hostil con estrategias expansivas en todos los campos, por lo que que los Estados Unidos —y sus aliados— tendrían que enfrentarla.
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La realidad imponía dos nuevos bloques de poder y una nueva Guerra Fría, radicalmente diferente de la anterior. La administración Trump intentó debilitar las alianzas claves de la influencia geoestratégica China. Y para ello se ocupó de neutralizar una estrecha alianza chino-rusa, combinando las sanciones con áreas de entendimiento limitado y puntual con Rusia. Estrategia razonable, sin garantías de éxito, pero mejor que declarar a una potencia de segundo orden como la Federación Rusa el principal enemigo; y al principal enemigo, China, como una fuerza con la que serían posibles aéreas de cooperación, impensables con Rusia.
Es completamente irreal, incluso absurdo, porque el PCCh no desea cooperar sino manipular lo que percibe como debilidades occidentales para impulsar su dominio global a mediano y largo plazo. Hoy Washington —y sus aliados— se empeñan en arrojar a Rusia en brazos de una China en la que Washington se niega a ver al enemigo que realmente es. Pero la amenaza china en el Indo-pacífico es tan agresiva que el “tras bambalinas” del G7 fue el desagradable despertar del Washington de Biden ante impostergables responsabilidades geoestratégicas de alto costo político interno en el nuevo Partido Demócrata.