Por Javier Torres – gaceta.es
El 23 de abril el pastor evangélico John Sherwood salió a la calle a recitar versículos de la Biblia cerca de la estación de metro de Uxbridge, en Londres. Ese día escogió los que hablan del matrimonio y dijo que este solo puede darse entre un hombre y una mujer. John fue arrestado por la policía que acudió al lugar por una llamada que alertaba de “homofobia”. Los agentes pidieron al pastor que dejara de predicar contra las personas LGTBI, pues se podrían sentir ofendidas. El hombre siguió a lo suyo, así que fue detenido -y puesto en libertad un día después- bajo sospecha de un posible delito por vulneración de la Ley de Orden Público.
Dos semanas después, el 7 de mayo y también en Londres, Kazi Shafiqur Rahman, un empresario musulmán de origen bangladesí, llamaba a la oración a los fieles el último día del Ramadán. Pero no lo hacía en el interior de una mezquita, sino desde el mismísimo Puente de la Torre ayudado por la instalación de un micrófono y potentes altavoces. Y todo ante la atenta mirada de la policía, por si hubiera dudas de que el rezo musulmán sobre el Támesis contaba con el permiso de las autoridades.
Ambos episodios, acaecidos en la misma ciudad con un intervalo de apenas 14 días, muestran uno de los síntomas de la enfermedad que Occidente padece desde hace décadas: la corrección política. Esta forma de autocensura rechaza las costumbres autóctonas (delitos de odio) y favorece las foráneas (libertad de expresión, multiculturalismo) imponiendo un clima asfixiante para quien cuestione los dogmas actuales o proclame la más elemental de las verdades universales.
Esto es exactamente lo que le ha ocurrido esta semana al diputado de VOX Francisco Contreras al que Twitter suspendió la cuenta por decir que los hombres no pueden quedar embarazados. El comentario se debía a que numerosos medios de comunicación habían publicado que “da a luz el primer hombre embarazado de España”. En realidad, el protagonista de la historia llamado Rubén (inscrito así en el Registro Civil) había nacido mujer, por lo que biológicamente es una mujer. El mensaje de Contreras iba en este sentido: “Un hombre no puede quedar embarazado. Un hombre no tiene útero ni óvulos”. Esta elemental afirmación, sin embargo, es para Twitter un mensaje censurable por “incumplir las reglas que prohíben los comportamientos de incitación al odio”. La respuesta de la compañía tecnológica fue cerrar la cuenta del diputado de VOX durante unas horas.
No es la primera vez, desde luego, que su partido sufre algo así. En enero de 2020 la cuenta oficial de VOX fue cancelada por esta red social por responder a la portavoz del PSOE Adriana Lastra -que había acusado al partido de “no soportar las igualdad entre los hombres y las mujeres” y “tener ideas retrógradas”- con este mensaje: “Lo que no soportamos es que os metáis es nuestra casa y nos digáis cómo tenemos que vivir y cómo tenemos que educar a nuestros hijos. Y menos aún que con dinero público promováis la pederastia”. Esto último hacía referencia al gobierno socialista en Navarra, que impulsó en las escuelas un programa (Skolae) que incluía juegos eróticos infantiles para niños de 0 a 6 años.
Que Twitter censure siempre -o casi siempre- en la misma dirección no es casualidad. Las grandes empresas y multinacionales sienten la presión del pensamiento dominante y muchas prefieren plegarse. Otras, las tecnológicas como Facebook o la propia Twitter, deciden qué se puede publicar convirtiéndose, de facto, en el órgano censor del establishment. La mayoría opta por aceptar -con entusiasmo o conveniencia- todas las causas del mainstream (feminismo, ideología de género, ecologismo…) y otras tratan de no meterse en problemas. Así le ocurrió en 2012 a la aseguradora Groupama cuando recurrió al futbolista español Pepe Reina para grabar un anuncio de televisión. El portero -entonces en el Liverpool- fue acusado de racista por una ONG que consideraba que el spot caracterizaba de forma peyorativa a los negros. Reina aparecía ante una tribu negra como “gran hombre blanco” y el jefe de la misma le respondía que él era el rey y el futbolista la reina, a lo que el jugador andaluz contestaba con el eslogan utilizado por la empresa aseguradora en otras campañas publicitarias: “Me siento seguro”. Aquello bastó para que el director de la ONG Operación Voto Negro, Simon Woolley, reprochara a Reina su intervención. “El portero del Liverpool lleva viviendo en el Reino Unido durante casi una década, ¿piensa que está bien caracterizar así a los negros? ¿Cree que sus compañeros negros se ríen de una broma más propia de los años 50?” La presión ejercida tuvo consecuencias y a los pocos días Groupama retiró el anuncio.
Claro que Reino Unido es uno de esos países donde la corrección política ha echado raíces más fuertes. Otro de los casos más sonados en los últimos años fue el de un matrimonio dueño de un hotel en Aintree (Inglaterra). Esta pareja discutió con una joven británica convertida al islam, Erica Tazi, que decía que su nueva religión era mejor que la cristiana. En mitad de la disputa Ben y Sharon Vogelenzang, los propietarios, le dijeron a Erica que Mahoma era un señor de la guerra y la vestimenta de una mujer musulmana una especie de prisión. La joven no lo encajó bien y denunció al matrimonio. La demanda llegó en 2009 cuando la legislación británica ya era proclive a condenar las opiniones que tuvieran que ver con la religión. Bajo esa premisa había surgido antes la ley de odio racial y religioso, que considera odio “cualquier hecho percibido por la víctima u otra persona motivado por odio o prejuicio”. Ben y Sharon fueron arrestados y acusados de una ofensa al orden público agravada por el hecho religioso. Las malas noticias se acumulaban para ellos cuando un hospital cercano rompió el acuerdo con el hotel por el cual este alojaba a los pacientes de aquel. Esto supuso la pérdida del 80% de la clientela antes de que un tribunal dictara sentencia. Un año después el juez del distrito, Richard Clancy, desestimó el caso y declaró inocentes a Ben y Sharon. Pero el daño ya estaba hecho porque la falta de clientes precipitó el cierre del hotel en septiembre de 2010.
El racismo, por supuesto, es la punta de lanza con que la corrección política avanza con mayor rapidez. ¿Hacia dónde? En Estados Unidos Joe Biden lo hizo cabalgando a lomos del movimiento Black Lives Matter hacia la Casa Blanca. No es poca cosa. Tampoco que en apenas un año BLM haya logrado influir hasta el punto que la mayoría de medios de comunicación y políticos a uno y otro lado del Atlántico sostengan que hay un racismo estructural contra los negros. El presidente Biden y el de Canadá, Justin Trudeau, llegaron incluso a arrodillarse ante personas negras, ejemplo que han seguido en la NBA y hasta el fútbol europeo. La muerte de George Floyd a manos de un policía (posteriormente condenado por asesinato en segundo grado, asesinato en tercer grado y homicidio imprudente) sembró de violencia (con muertes) y disturbios (comisarías de policía ardiendo) todo el país a unos meses de las elecciones. El movimiento teóricamente antirracista rápidamente adquirió un tono agresivo contra los blancos que no hincaban rodilla. Se sucedían las palizas y los muertos mientras BLM ocupaba -literalmente- barrios enteros con la complicidad de las autoridades. Así sucedió en Seattle, cuya alcaldesa Jenny Durkan dijo que habría sido inconstitucional e ilegal que el presidente Trump enviara fuerzas militares para desalojar a los manifestantes atrincherados en un barrio del distrito Capitol Hill.
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Es curioso, sin embargo, que otras noticias similares pasen desapercibidas tratándose del mismo país. Es el caso de la creciente oleada de violencia contra asiáticos a los que atacan aleatoriamente en el metro o por la calle. Que ninguna ONG, gran cadena de televisión, estrella de Hollywood o multinacional ponga el grito en el cielo quizá nos dé una idea acerca de la autoría o color de la piel de los agresores. Lo mismo ocurre con los granjeros blancos en Sudáfrica (hostigados y asesinados por razones étnicas) o los ciudadanos franceses, británicos, belgas o suecos que ahora ya son minoría en sus propios barrios. Denunciarlo es tabú, por eso cuando nos enteramos es casi siempre gracias a las redes sociales y no al telediario. Hoy la censura es más sutil -y por ello más terrible- porque no se ejerce mediante leyes. A este poder omnímodo no le hace falta mostrar su verdadero rostro dictando normas especialmente represivas. Quizá la definición de este totalitarismo moderno sea algo así: que no se note quién manda pero que todos obedezcan.