Extiendo los brazos, me inclino levemente, me concentro. Mis pies se despegan del suelo. Sin perder la concentración, vuelvo a impulsarme un poco más y logro subir otro medio metro. De a poco, con cada nuevo impulso, voy ganando altura hasta llegar al cielo raso. Salgo por un ventanuco redondo y comienzo a desplazarme en forma libre bajo el cielo. Como aquel que conduce un vehículo por primera vez, moverse como las aves no es tan fácil como parece; se empieza de manera torpe e imprecisa. Ahora, por ejemplo, me voy acercando peligrosamente hacia un edificio en ruinas sin poder disminuir la velocidad, por más que intento e intento. Antes de estrellarme contra la pared, intento una maniobra desesperada y giro para pasar a través del hueco de una ventana… pero no lo consigo. Me despierto sobresaltado.
Cada vez que un sueño como este se cuela bajo mi almohada, me pregunto por qué es que los humanos fantaseamos tan seguido con elevarnos en el aire y cómo este delirio onírico se nos antoja tan natural sin que jamás antes hayamos pasado por una experiencia similar en el mundo real. ¿Es que acaso tuvimos la capacidad de volar en algún momento de nuestra historia? ¿Es que en lo profundo de nuestra mente se hallan los recuerdos de un pasado en el que podíamos burlar las leyes de la gravedad con el adecuado entrenamiento de la mente?
De acuerdo a cientos de registros históricos, los incas, los esquimales, los antiguos chinos, los ninjas de Japón, los yoguis de la India, los yurok de California y ciertos santos cristianos fueron conocedores del arte de la levitación y de los secretos necesarios para realizar vuelos de toda clase de duración. En el siglo pasado también hubo personas a quienes se les atribuyó el poder de flotar a la vista de todos, y aún en la actualidad se conocen registros fílmicos y fotográficos que pretenden confirmar la autenticidad del fenómeno. Pero, ¿qué hay de cierto en todo esto?
Los antiguos chinos hablaban de personas capaces de venir de cualquier lugar y desaparecer sin dejar rastro. Se dice que muchos grandes maestros eran capaces de viajar una distancia de miles de millas en cuestión de segundos. El fenómeno era tan popular en la antigüedad que los chinos incluso le asignaron un nombre: “Bairi Feisheng”, que traducido significa “volar a plena luz del día”. Uno de los casos más conocidos fue el del monje Fo Mile, también conocido como Milerepa, quien según la crónica vivió y alcanzó la iluminación a principios del milenio pasado. Se dice que Fo Mile era visto con frecuencia por los hombres que trabajaban el campo mientras atravesaba el cielo de un lado a otro a gran velocidad.
Otra famosa anécdota cuenta que un día el Emperador de China le ordenó al sabio Lao Zi inclinarse ante él, ya que, como soberano, tenía la capacidad de hacerlo rico o pobre, y de elevar o bajar su estatus social. Sin inmutarse, el sabio comenzó a levitar lentamente hasta cierta altura para luego explicar: “Majestad, ¿cómo puedo estar sujeto a tu soberanía estando aquí entre el cielo y la tierra? ¿Cómo puedes hacerme rico o pobre o hacerme de una clase superior o inferior?”
Muchas culturas aborígenes también hablaban de la capacidad de levitar o realizar vuelos en trance. Incluso hay quienes dicen que la única explicación del origen de las líneas encontradas en Nazca y otras partes del mundo (dibujos gigantescos que solo pueden ser apreciados desde el aire) es que los antiguos hayan tenido la capacidad natural e innata de volar a gran altura. En Oriente Medio, por ejemplo, los beduinos sostienen que los cientos de grandes ruedas dibujadas milenios atrás sobre sus suelos son “obras de los viejos”, sin saber específicamente el motivo ni el método con el que fueron construidas.
Los indios de la América precolombina contaban historias similares. El cronista español Juan Polo de Ondegardo, quien documentó la forma de vida de los incas en el siglo XVI, dijo que los sacerdotes de Cuzco podían volar sobre la copa de los árboles. La misma capacidad había encontrado en algunos miembros de los pieles rojas el misionero francés Papetard, mientras difundía la fe católica por los Estados Unidos; e iguales poderes se han documentado sobre los brujos de la tribu de los Inuit (esquimales).
Todos estos casos insinúan que en la antigüedad existían factores que facilitaban el desarrollo de una capacidad que los humanos tenían latente. Algunos opinan que el fenómeno podía darse porque los valores morales de la humanidad aún no habían caído a un nivel estrepitoso o porque la carencia de tecnologías obligaba a la mente a buscar caminos alternativos para facilitar la vida. Los científicos modernos aducen que los testimonios y documentos recogidos durante años por los cronistas e historiadores de todo el mundo carecen de fiabilidad, sosteniendo que es imposible que el cuerpo humano, un cuerpo compuesto de partículas con un peso específico, pueda romper de alguna forma las leyes de la física conocida. No obstante, antes de la construcción de los aviones, la ciencia también había declarado de forma unánime y terminante que ninguna máquina más pesada que el aire podía llegar alguna vez a levantar vuelo.
Santos voladores
“Es así que me parecía, cuando quería resistir, que desde debajo de los pies me levantaban fuerzas tan grandes, que no sé como compararlo… y aún yo confieso qué gran temor me generó al principio”. El relato pertenece a Santa Teresa de Ávila (1515-1582), fundadora de la orden católica de la Carmelitas Descalzas.
La primera vez que Santa Teresa tuvo uno de sus singulares episodios fue durante su juventud, mientras se hallaba cantando en el coro de la iglesia. Sin darse cuenta, Teresa comenzó a elevarse hasta llegar a los tres metros de altura, y continuó de rodillas entonando todavía los cantos místicos mientras todos miraban asombrados. Como casi todas las figuras del cristianismo a las que se les atribuye levitaciones, Teresa de Ávila no gozaba de tal don, sino que se resistía con humildad y temor a lo que ella llamaba “sus ataques”. Con frecuencia se tiraba al piso y rogaba a sus compañeras que la sujetasen para impedir así su vuelo. Tal era su esmero en quedarse sobre tierra, que un día levantó también con ella a una superiora que intentaba ayudarla a bajar.
Así como Santa Teresa, otros 200 santos cristianos habrían gozado –o padecido– la capacidad de alzarse en los aires. Muchos de estos casos se hallan extensamente documentados, ya que se producían con cierta frecuencia y ante una multitud de testigos. Francisco de Asís, Juan de la Cruz, Tomás de Aquino y José de Cupertino se hallan entre los “santos voladores” más conocidos. Otros cientos de casos de místicos que no llegaron a ser canonizados completan el cuadro.
Entre las anécdotas más curiosas de este selecto grupo de hombres y mujeres se halla aquella en la que Teresa de Ávila y Juan de la Cruz levitaron juntos. El escritor Robert Tocquet lo describe de la siguiente manera: “Cuando San Juan de la Cruz le hablaba de la Trinidad, él se elevó en el aire, y junto con él, su asiento. Inmediatamente, Santa Teresa, que estaba arrodillada, viose también elevada del suelo”. Al ser una condición compartida por ambos, los religiosos no vieron más opción que continuar con su animada charla a un metro del suelo mientras otra religiosa, Sor Beatriz de Jesús, miraba atónita la escena.
Otra historia cuenta que Gemma de Galgani, una santa italiana nacida en 1878, era tan conocida por el arte de su vuelo que un día el sacerdote Constanzo Salvi le pidió el favor de limpiar los vidrios del templo que por su altura resultaban inaccesibles. Por este hecho, Gemma se ofendió a tal punto que nunca más se volvió a conocer de una levitación suya.
De los santos voladores, el italiano José de Cupertino (1603-1663) fue el más prolífico del que se tenga conocimiento. Considerado el “patrono de los aviadores”, a José de Cupertino se le atribuyen varios cientos de vuelos de toda altura, duración y condición. Miles de personas fueron testigos de sus vuelos a plena luz del día, una osadía que le valió muchos sufrimientos y castigos en plena época de la Inquisición.
Según la crónica, el santo volador tenía una capacidad intelectual muy por debajo del promedio, lo que le llevó en un principio a no ser aceptado por los franciscanos y a ser rechazado por la orden de los capuchinos después de ocho meses de haber ingresado. Sin embargo, los monjes reconocieron de a poco la sobresaliente devoción de José por la fe en Cristo, y fue ganando reconocimiento entre sus pares.
Los registros manifiestan que José de Cupertino voló frente a muchas de las más respetadas autoridades de Europa, ante creyentes y aun ante los más escépticos. En más de una oportunidad habría elevado también consigo a quien quiso sostenerlo en el piso. Un día, después de un presunto vuelo en la Capilla del Santo Oficio, San José fue arrestado y enviado a Roma para ver al Papa Urbano VIII, quien descreía de los milagros del monje. Una vez ante él, José se arrodilló y besó el pie del pontífice para luego ascender y tocar el cielo raso con su cuerpo. Solo bajó cuando el Papa se lo hubo ordenado.
Las historias de los santos voladores son tantas y tan curiosas que es difícil imaginar que tantos testigos hayan podido ser engañados tantas veces en la historia como para dar lugar a un fraude tan grande. Incluso en Argentina se hallan historias de religiosos voladores, tales como un sacerdote de apellido Suárez que vivió en Santa Cruz a principios del siglo pasado.
Vuelos del Oriente
Estaba desnudo y tenía unas cadenas enroscadas a la cintura. Cuando vio a los curiosos que se acercaban, no dudó en internarse bosque adentro. “Pudimos oír el ruido que hacían sus cadenas, que se fue desvaneciendo a medida que él se alejaba en la espesura”. El relato pertenece a la exploradora y periodista francesa Alexandra David-Neel, quien documentó sus años de vida en el Tíbet en una treintena de interesantes libros. Alexandra permaneció varios años en Lhasa, una ciudad que usualmente le era prohibida a los extranjeros. Allí se encontró con gente a la cual los tibetanos llamaban “Lung gom pa”, que quiere decir “los de pies ligeros”. Según la periodista, los Lung gom pa solían llevar cadenas u otros objetos de peso porque sus cuerpos eran tan ligeros que corrían el riesgo de flotar en el aire involuntariamente.
En otra oportunidad, la cronista relató que un día, junto a su guía vio un punto negro que se movía en la lejanía de la llanura tibetana. Al tomar sus binoculares pudo apreciar que aquel punto era un Lung gom pa que se acercaba corriendo a gran velocidad y con impresionantes zancadas. “Pude ver su cara impasible, con los ojos abiertos como si mirasen fijamente algo elevado. Avanzaba a grandes saltos. Parecía que tenía la elasticidad de un balón y rebotaba cada vez que sus pies tocaban la tierra. Sus pasos tenían la regularidad de un péndulo”, escribiría más tarde en su libro “Magia y misterio del Tíbet”.
Los derviches, yoguis y monjes del Oriente son otro tipo de personas a quienes se les adjudican actos de levitación. Despojados de toda riqueza material, los derviches adoptan la postura de mendigos ascéticos de origen musulmán cuya característica más sobresaliente es su filosofía de desapego a lo mundano; los yoguis, grandes maestros de la filosofía hindú, también se deben al reino de lo espiritual y al abandono de los deseos.
El prolífico escritor Louis Jacolliot (1837-1890), quien vivió y ejerció como juez muchos años en la India, escribió sobre un peculiar encuentro que mantuvo cierta vez con un yogui conocido como Covindasamy. Después de haber deslumbrado los sentidos de Jacolliot con toda clase de magias, el hombre santo salió para despedir al abogado regalándole una última visión de los poderes de la mística: “Cruzó los brazos y se elevó del suelo como unos treinta centímetros”, escribió Jacolliot. “En el momento en que comenzó a elevarse miré el reloj. El tiempo total que estuvo sin tocar el suelo fueron ocho minutos”.
Otra anécdota de la India es contada por el investigador estadounidense John Keel, en una oportunidad en que visitaba la ciudad de Sikkim, apostada en la cordillera del Himalaya. “Me detuve en un monasterio. Allí entablé amistad con un lama al que le pedí que me dijese si era cierto lo que se decía sobre sus poderes sobre la Naturaleza. Sin decir palabra se apoyó sobre un bastón que tenía y vi cómo sus pies comenzaban a separarse del suelo hasta que, sin soltar nunca el bastón, se puso sentado en el aire con las piernas cruzadas (…) Siguió hablándome durante un buen rato pero siempre sentado en el aire”.
Liviandad, a la par de la cultivación del espíritu
Damo miró hacia un lado y otro del ancho río, sin hallar un solo bote disponible que lo ayudase a cruzar. Mucha gente se agolpaba en las orillas intuyendo que un gran evento tendría lugar aquella mañana. Días atrás, antes de llegar a China, el monje había prometido a las autoridades pagar con su vida si no lograba encender la llama del budismo en aquella tierra de oriente.
“El peso de esta tarea es más grande que una montaña. ¿Podrás cargarlo?”, había preguntado el abad mayor. “Serviré al Buda con todo mi corazón”, respondió el monje. Ahora se hallaba en Nanjing, dispuesto a cruzar el Yangtze para llegar al norte y propagar las enseñanzas. Pero ninguna embarcación se disponía a llevarlo. Miró a su alrededor y solo encontró a una anciana sosteniendo un tallo de junco. Con una reverencia, Damo pidió prestado el junco y la mujer lo cedió amablemente. Entonces, caminando hasta la orilla, Damo colocó el junco en el agua y, juntando ambas manos, se paró sobre el mismo. Sobre aquel fino tallo cruzó el monje los 400 metros de río.
Así como Damo y los “Lung gom pa” del Tíbet, la liviandad del cuerpo parece un factor común en aquellos a quienes se les atribuye el arte de la levitación. Se dice que los practicantes de las artes marciales primitivas y quienes aún practican en las montañas remotas de China podían adquirir capacidades sobrenaturales como falta de peso al correr, saltar y andar entre las ramas de los árboles, tal como se ve en las películas modernas. La diferencia radica en que para cultivar aquellas artes elevadas los practicantes debían desapegarse de todos aquellos deseos mundanos tales como espadas, dinero o mujeres, objetivos que frecuentemente aparecen como eje central en las historias inventadas por los cineastas modernos.
Aquellos antiguos cultivadores de artes marciales solían prestar mayor atención a la perfección de la mente y el espíritu que al mejoramiento del cuerpo. Técnica y moralidad estaban unidas en el camino de aprendizaje de los grandes maestros. Un Maestro de una antigua disciplina explicó que la práctica constante de los mecanismos de energía internos hace que los canales de qi (chi, energía interna) se ensanchen progresivamente, que la energía se vaya elevando y la materia del cuerpo se vaya transformando progresivamente en otro tipo de materia más pura, fina y liviana. Sin embargo, para que la energía pueda llegar a esta etapa es necesaria la cultivación del espíritu. De otro modo, la energía sigue siendo el mismo qi primitivo, y las técnicas sólo pueden limitarse a los conocidos trucos mundanos de movilizar este qi, como soportar golpes con barras de acero, partir ladrillos o sostener el peso del cuerpo contra una lanza apoyada en la garganta.
Según los relatos de muchos monjes que vivieron en el Tíbet, cuando un cultivador alcanzaba la iluminación en este mundo, dejaba tras de sí un cuerpo carnal que era tan liviano como una pieza de tela. Aún cuando su apariencia y estado corporal parecían ser los de una persona común, sus restos mortales eran tan fáciles de cargar que casi no pesaban. Un estado energético similar podría ser atribuido a los grandes maestros espirituales como Jesús cuando caminó sobre las aguas del Mar de Galilea; San Bessarión, de Egipto, cuando caminó sobre el Nilo; o Buda cuando levitó sobre un curso de agua para convencer a un brahamán del poder de la fe recta.
En todos los casos el poder de la levitación o vuelo parece estar indiscutiblemente asociado a una elevación del plano mental y espiritual de la persona. Aun así, uno podría preguntarse por qué hoy no existen como en el pasado personas de grandes cualidades demostrando que alzar vuelo es posible mediante la elevación del espíritu. Muchos
coinciden en que hubo un tiempo en que los humanos eran más rectos, inocentes y morales; más creyentes, menos obstinados. Los antiguos decían que primero hay que creer y después se puede ver.
Pero hoy es al revés: conforme se fueron perdiendo los valores, la fe en lo divino fue desapareciendo, y entonces a los humanos quizás se les haya vedado la capacidad de volar y también de observar vuelos. Este don probablemente permanezca enterrado en el ser humano hasta el momento en que la humanidad entre en una nueva fase de conocimiento. Tal vez solo así los humanos puedan volver a elevarse en el cielo, tal como los antiguos solían hacerlo.
Artículo publicado originalmente en la revista 2013 y más allá