Por Itxu Díaz – westernjournal.com

Ahora que empieza a remitir la pandemia de coronavirus, noto cierta ansiedad por encontrar algo de lo que podamos morirnos masivamente.

A falta de una guerra mundial, de esas que lo dejan todo hecho un desastre, la izquierda apoya en bloque regresar al calentamiento global, o al menos a ese impreciso “cambio climático”, que tiene la ventaja de que vale tanto para asustar a las viejecitas en un invierno cálido como en un verano frío.

Sin embargo, urge encontrar algo más rápido. El cambio climático es demasiado lento como para lograr que todo el mundo se vuelva comunista de la noche a la mañana, confíe al Estado sus propiedades, renuncie a conducir coches, a encender las luces, o a tener opinión propia sobre cualquier asunto. Necesitamos algo que nos ponga los pelos de punta, y no me refiero solo al plan tributario de Joe Biden.

Un nuevo virus chino podría hacer un buen papel. Aunque, como estamos comprobando con las primeras variantes, la gente termina acostumbrándose al miedo y la histeria colectiva pierde eficacia. Sin el estado de emergencia y excepcionalidad que provoca una gran amenaza, es muy difícil lograr que Occidente dé la espalda al capitalismo que lleva décadas generando riqueza, más aún en un lugar como Estados Unidos, donde todavía la libertad no es negociable. De modo que un nuevo virus podría ser percibido por la población con una mezcla de escepticismo y media sonrisa, y una total voluntad de desobediencia ante restricciones acientíficas y arbitrarias.

La prensa progresista, sección Ciencia y Apocalipsis, insiste estos días en que la sequía nos matará a todos, pero lo cierto es que gran parte del mundo libre –es decir, aquel que ha logrado mantenerse firme frente al comunismo- todavía puede abrir el grifo y refrescarse antes de sentirse un maldito lagarto en el desierto. Hace falta algo más gordo y salvaje.

Quizá por eso, en un giro inesperado de los acontecimientos, National Geographic ha logrado encontrar en los fuegos artificiales del 4 de julio un nuevo detonante del esperado Apocalipsis ecológico, y esto nos ha pillado por sorpresa incluso a los que llevamos desde los 80 divirtiéndonos al abrir la prensa cada mañana para descubrir con qué plaga nos asusta ahora la izquierda, verde por fuera, y roja soviética por dentro.

Después de leerlo, no estoy seguro de que la revista quiera acabar con los fuegos artificiales o con el 4 de julio, o quizá desee las dos cosas, porque lo que realmente caracteriza al progresista del siglo XXI es el odio a la patria, por lo que representa. Y el 4 de julio es la fiesta de la libertad, no solo en Estados Unidos, sino en todo Occidente.

Y la libertad, por supuesto, incluye liberar al individuo del poder de coacción del estado totalitario, y situarlo en un estado en el cual es difícil convencerle de que Cuba es un paraíso, China no contamina, y de que la culpa de todos los males del mundo la tienen los plásticos que desechan los americanos después de comerse un paquetito de galletas.

Estoy preocupado por la falta de ideas de nuestros apóstoles del fin del mundo.

Yo creo que una plaga de langosta sería eficaz. Sobre todo si las langostas son del tamaño de las comen los del régimen venezolano con arroz, a puerta cerrada, en esos búnkeres marineros secretos del paraíso bolivariano. Pero si no, el colapso energético también puede ser eficaz: si amenazas con un apagón la gente se morirá de miedo durante algún tiempo, sobre todo los que se han visto obligados a comprarse coches eléctricos, que en Europa son legión; ya sabes, esos coches teledirigidos de juguete pero en tamaño gigante.

Sea lo que sea, confío en que pronto inventen algo para aterrarnos y someternos. Algo que nos condicione profundamente y de lo que podamos tener toda la culpa; sobre todo nosotros, los blancos occidentales, ya sabes.

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Quizá sea la hora de la revolución animalista y que nos obliguen a todos a ser veganos para evitar un colapso alimentario y ecológico a la vez. Disney ha trabajado lo bastante nuestros cerebros desde niños como para que esta estrategia pueda ser eficaz.

Si a Al Gore le funcionaron los documentales de osos ahogándose –aunque fueran más falsos que Kamala Harris-, cualquier tontería animalista podría funcionar, y hasta hacer que en América queden proscritas las hamburgueserías. Lo que sea. Pero necesitamos algo que nos mate de miedo cuanto antes, no sea que la libertad y el capitalismo vuelvan a convencer a la opinión pública, por la vía de los hechos, de que son la única garantía de prosperidad para las naciones.

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