Por Guillermo Rodríguez – elamerican.com

La “normalidad” del poder totalitario explica Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag, empieza cuando ha quebrado internamente a sus súbditos y desarticulado la verdadera normalidad de las relaciones humanas, al punto de no encontrar resistencia entre sus víctimas. Dice Solzhenitsyn que:

“(…) parece que hubiera bastado con enviar una notificación a todos los borregos designados y ellos mismos se habrían presentado sumisamente a la hora señalada, con un hatillo, ante los negros portones de hierro de la Seguridad del Estado para ocupar su porción de suelo en la celda que les indicaran. (…) Durante varias décadas, en nuestro país las detenciones políticas se distinguieron precisamente por el hecho de que se detenía a gente que no era culpable de nada y que por lo tanto no estaba preparada para oponer resistencia. Se había creado una sensación general de fatalidad, una convicción (bastante justificada, por cierto, dado nuestro sistema de pasaportes) de que era imposible escapar de la GPU-NKVD. Incluso en el peor momento de la epidemia de detenciones (…) apenas se registraban fugas (y menos aún suicidios). Así tenía que ser: de la oveja mansa vive el lobo”.

Aleksandr Isayevich Solzhenitsyn.

Varias generaciones pueden nacer y morir bajo esa “normalidad” totalitaria de terror, propaganda, censura y desinformación. Y serán obedientes. Pero no se conformará con eso un poder totalitario como el que por seis décadas ha explotado, empobrecido, engañado y dividido a Cuba. El marxismo no es una mera construcción ideológica, sino una peculiar religión entre cuyos dogmas está negar su naturaleza de fe dogmática y reclamarse “ciencia” última, absoluta e incontestable de “la historia” contra toda evidencia.

El marxismo también es una religión inconsistente que eleva la envidia a la categoría de supremo axioma moral para justificar la adoración a la muerte y destrucción que son su razón de ser. Por eso no puede un totalitarismo marxista conformarse con esa “normalidad” de terror y propaganda en la que las gentes viven entre el cinismo y la desesperación. Exige de todos y cada uno complicidad. No basta con obedecer. Deben participar activamente, señalar, denunciar, perseguir y repudiar a la víctima señalada, o sufrir las consecuencias.

Un totalitarismo empieza a caer cuando cae la máscara de su falsa popularidad. Y termina de caer cuando sus esbirros se cansan de sostenerlo mediante crímenes inenarrables a cambio de migajas. Por eso el marxismo necesita hacer a todos los que estén bajo su poder cómplices de sus crímenes. Lo primero que confirma el temor permanente es la voluntad de fingir no ver ni saber para no comprometerse. En este sentido, con amargura recuerda Solzhenitsyn su propio temor cuando siendo capitán del ejército soviético un prisionero de la Sección Especial le imploró protección: 

“¡Señor capitán! ¡Señor capitán!, en un ruso perfecto estaba pidiéndome protección un soldado que marchaba a pie, con pantalones alemanes, desnudo de cintura para arriba, con la cara, el pecho, los hombros y la espalda ensangrentados, mientras un sargento de la Sección Especial montado a caballo, lo acosaba con el látigo y le echaba el animal encima. Fustigaba sus carnes desnudas a latigazos y no permitía que se diera la vuelta ni que pidiera auxilio, le iba empujando a golpes, marcando en su piel nuevas cicatrices (…) Cualquier persona que tuviera autoridad, cualquier oficial de cualquier ejército del mundo, tenía la obligación de detener aquella tortura arbitraria. Cualquier oficial, de cualquier ejército, sí. Pero, ¿también del nuestro? (…) me acobardé de defender a un vlasovista ante un sargento de la Sección Especial, no dije ni hice nada, pasé de largo como si no lo hubiera oído para que esa peste, de todos conocida, no se me pegara a mí (…) Con cara brutal, el sargento continuó azotando y acosando a aquel hombre indefenso como si fuera ganado”.

Aleksandr Isayevich Solzhenitsyn.

Para personas comunes en una “normalidad” totalitaria esa es suficiente complicidad. Para los propios esbirros. Para esos sargentos “de la Sección Especial” no alcanza. Ni alcanza para los propagandistas y tontos útiles del poder totalitario en el mundo libre. De esos el totalitarismo necesita que teman más que cualquier otra cosa la caída del poder totalitario por el temor a tener que responder por los crímenes que en su nombre, o que bajo su amparo cometieron. Y no se limita al propio trabajo sucio del esbirro, sino que explica lo de “concederles” entre las migajas con que les paga, protección para su corrupción y perversiones.

Lavrenty Beria fue el perfecto esbirro, no tanto por su eficacia y crueldad, sino porque sus crímenes personales eran intolerables e imperdonables y él lo sabía. Aplica también a propagandistas y tontos útiles. Viven en el mundo libre y nada tienen que temer. No padecen la miseria de los empobrecidos y sojuzgados por esas dictaduras que adoran. Son bien pagados por redes filo-totalitarias. Y ni siquiera padecen el terror “cómodo” de las nomenclaturas que por cualquier error o accidente pueden pasar de privilegiados a víctimas.

Entre los propagandistas hay el temor al veto, a perder privilegios en espacios colonizados por el marxismo y libres de competencia, y al asesinato moral que sufrirán quienes despierten y se opongan. Era poco para Moscú ayer. Es poco para Beijing, Pyongyang y La Habana hoy. Prefieren asegurárselos facilitándoles y cubriéndoles corruptelas y perversiones inconfesables. Por eso el perfecto propagandista del poder soviético fue Walter Duranty y el perfecto propagandista del castrismo fue Gabriel García Márquez.

Pero cuando se rompe la “normalidad” totalitaria, como ha sucedido en Cuba, los tiranos temen la traición de sus esbirros y para reimponer su “normalidad” por el terror —a verdugos y víctimas— se empeñan en hacerlos más imperdonables que nunca. Y en hacer de todas las personas comunes y corrientes que puedan (incluyendo adolescentes e incluso niños) esbirros forzados. Es la retorcida “lógica” de la represión marxista ante un inesperado y espontáneo grito masivo de libertad como el de Cuba.

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