Por Carlos Esteban – La Gaceta de la Iberoesfera

La alcaldesa en funciones de Boston, Kim Janey, ha reaccionado con inusitada firmeza contra los llamados ‘pasaportes de vacunación’ que empiezan a extenderse por las ciudades norteamericanas y que podrían imponerse a escala federal, creando ciudadanos de primera y segunda clase, al modo del ‘crédito social’ impuesto en China.

Nueva York ha sido la última gran ciudad en anunciar que aplicará el pasaporte vacunal para acceder a una serie de servicios en el espacio público, pero Janey está decidida a que el sistema nunca llegue a su ciudad, recordando la “larga historia” de gente que ha necesitado “enseñar sus papeles” en Estados Unidos, prácticas que han sido siempre excluyentes y discriminatorias contra la gente de color. “Durante la esclavitud, inmediatamente después de la esclavitud y, ya saben, hasta hace poco, lo que la población inmigrante tenía que soportar”, declaró la regidora.

En su ciudad, en cambio, Janey quiere asegurarse de que no se aplique nada “que cree más barreras para los residentes de Boston o impacte desproporcionadamente a las comunidades racializadas”.

A lo que se opone Janey -convenientemente mezclado con la inevitable Teoría Racial Crítica– es a la gradual imposición en Estados Unidos y todo Occidente de un sistema similar al del ‘crédito social’ chino con la excusa una pandemia que cada día suscita más interrogantes incómodos.

El sistema de ‘crédito social’ es una solución para lograr una población dócil a los deseos y caprichos del poder mucho más eficaz y menos aparatosa y flagrante que toda la retahíla de policía política, detenciones y campos de concentración para disidentes de las tiranías clásicas del pasado siglo. Es una especie de ‘carné por puntos’ con el que el ciudadano puede sumar o, más frecuentemente, restar puntuación según sea más o menos aquiescente a las ‘recomendaciones’ del gobierno.

En lugar de acabar con los huesos en la cárcel, que siempre resulta un poco embarazoso para el régimen, el ‘mal’ ciudadano descubre, de pronto, que no puede sacarse un billete de avión, que no le alquilan una casa, que no le conceden un préstamo y, así, todo lo que a ustedes se les ocurra, sin drama ni violencia.

En Occidente, esta fórmula empezó de manera, digamos, ‘suave’ con el exilio de redes sociales y servicios online a quienes defendían opiniones contrarias a la dogmática de la élite. Fue el caso del diputado de VOX Francisco José Contreras, expulsado de Twitter por escribir una obviedad, a saber, que un varón no puede quedarse embarazado. Y el caso del (todavía en ese momento) presidente Trump es sobradamente conocido.

Pero la pandemia de coronavirus ha permitido dar un paso de gigantes en este camino hacia los ciudadanos de primera y segunda clase. Cada vez son más las voces, entre políticos, comentaristas y figuras del mundo de la cultura, que defienden que se impida a los no vacunados con algunos de los productos de terapia génica experimental aceptados contra el covid, una enfermedad con una tasa de supervivencia del 99,6%, subirse a un avión, tomarse una caña en un bar o visitar un museo. Por ahí se empieza… y el final del camino es China.

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