Por Raúl Tortolero – Panampost.com

El ataque es contra la vida, la familia natural, los heterosexuales, la libertad de expresión y de religión, los católicos, los cristianos, la raza blanca, la hispanidad, las mujeres no feministas, la propiedad privada y el capitalismo. Si esa es la naturaleza de las agresiones, la respuesta debe saber aglutinar a todos los aludidos, que debemos cerrar filas y enfrentar unidos al socialismo globalista y progresista.

Ellos se hacen las víctimas siempre, de la Conquista, de los españoles, del patriarcado, de la Iglesia, de la familia, del patriotismo, del capitalismo, y hasta del lenguaje.

Y en ese carácter promueven violentamente políticas públicas que los gobiernos de izquierda nos quieren imponer, y además, que las paguemos con nuestros impuestos.

Los izquierdistas quieren legalizar el aborto en toda América, y que sea pagado por nuestros bolsillos cada vez que alguien vaya a practicarse uno, despreciando la vida de sus propios hijos, sin sentido maternal o paternal alguno. E ignorando el más elemental de los derechos humanos, el sagrado derecho a la vida.

El aborto es un arma geopolítica que destruye los valores fundacionales de Occidente. Produce en quienes se lo practican un sentido psico-social de pérdida irreparable, no sólo del bebé en gestación, que ya es más que demasiado, sino de los valores judeo-cristianos en los que todos hemos sido formados, y con ello, una desintegración de la personalidad.

Sienten que una vez hecho eso, todo está perdido, y que no hay regreso a los caminos de Dios. Pero sí lo hay, ya que Dios es misericordia absoluta para todos quienes se arrepienten.

Para Marx, no existen las “familias” en el proletariado, sólo en la burguesía, y se reducen a relaciones monetarias.

Los socialistas quieren destruir a la familia natural, y sustituirla por un par de docenas de otras “familias”, que no están integradas por un hombre y una mujer, como marca la naturaleza, la biología, pero también la religión en la cristiandad.

Por eso es que intentan también derruir a la Iglesia y queman sus templos, en América y en Europa. Odian todo aquello que perciben como un obstáculo a su ultra-individualismo, eso sí, financiado por su padre el Estado, quien reemplaza a su familia sanguínea y los adoctrina y financia.

Son hijos del extremo liberalismo moral, del “Haz tu voluntad: será toda la ley”, de Aleister Crowley, el ocultista inglés, pero no pueden vivir sino del cheque de subsidio que les da mensualmente el gobierno.

Son hijos de Ayn Rand —filósofa rusa atea que promovía el ultra individualismo—, para quien el embrión no era un ser humano y se podía abortar sin sentir culpa, porque era un estorbo para la vida de la mujer.

Son hijas de Simone de Beauvoir, buen ejemplo de una “socialista y progresista”, que propuso “abolir la familia”.

En una serie de conversaciones que sostuvo con la periodista alemana Alice Schwartzer, del Movimiento de Liberación de la Mujer, la filósofa feminista dijo que comprobó que la lucha de clases no conduce a la emancipación de la mujer.

Por lo tanto, “abolir el capitalismo no significa la abolición de la tradición patriarcal mientras se conserve la familla”.  No sólo se debe abolir el capitalismo y cambiar los medios de producción. “Insisto en que hay que abolir la familia y reemplazarla por formas nuevas”, propuso.

Los socialistas y progresistas se estancaron en la “muerte de Dios” anunciada por el Zaratustra de Friedrich Nietzsche, ignorando que esa advertencia prevenía sobre el sentimiento de culpa que impregna la cultura occidental al dejar de lado la dimensión sagrada de la vida.

Pero sobre todo, que el filósofo alemán, al final, discernía que no habría cómo llenar tan enorme ausencia.

Y así es: los socialistas son ateos, pero todo humano tiene una esencia religiosa (homo religiosus, diría Mircea Eliade) por lo que necesitan a Dios. Y fracasan al intentar sustituirlo por el hombre mismo. O bien, por el Estado, o por alguna de sus “causas”, donde el hedonismo —las drogas, el sexo sin límites—, o bien su raza, el paganismo, la ecología, se convierten en deidades y religiones chatarra.

No se puede ser feliz ni llegar a la plenitud espiritual y cultural sin Dios, coincidimos con el papa Benedicto XVI.

“Al final, el hombre se encuentra más sólo y la sociedad está más dividida y confusa», señaló  el domingo 5 de octubre de 2008, el entonces pontífice en funciones, durante el sínodo general de obispos celebrado en Roma.

Cuando el hombre decide “que Dios ha muerto y se declara Dios a sí mismo, considerándose el único artífice de su propio destino y el propietario absoluto del mundo», crece «el arbitrio del poder, los intereses egoístas, la injusticia y la explotación», así como «la violencia en todas sus expresiones», apuntó el papa.

Los socialistas-progresistas añoran actuar bajo la concluyente frase anunciada por Fiodor Dostoievski, a saber: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”. Por ello se esmeran en anular la religión, para así sentirse justificados para traficar con la vida y la dignidad humana, sin remordimientos.

Bajo la óptica libertina e irresponsable de los socialistas, son detestables quienes no aprueban que los niños se hagan transexuales. Mas un menor no tiene la madurez para decidir sobre su orientación sexual y mucho menos como para transformar su cuerpo de forma irreversible.

A la llegada de los españoles a América la perciben como una “invasión” contra el mundo indígena, e injustamente desprecian y abominan los valores, la religión, los templos, escuelas, gastronomía, flora, fauna, que acompañaron ese encuentro.

Dicho sea de paso, la “Conquista” en realidad la hicieron decenas de miles de indígenas que pelearon a muerte contra el sangriento imperio azteca, que mantenía sojuzgados a decenas de pueblos circundantes de Tenochtitlán.

Imposible que unos pocos cientos de españoles hubieran vencido solos a los sacerdotes-gobernantes que sacrificaban a sus adversarios sacándoles el corazón en los altares públicos y que tenían un vasto ejército a sus órdenes.

Con el socialismo y su hermano mayor —y más maldito—, el comunismo, está en alto riesgo la propiedad privada, que peligra en aras de una supuesta “igualdad”, en la que nadie tiene nada y todo es administrado por un Estado todopoderoso, que alimenta a sus parásitos con migajas asistenciales que da a quienes se venden como eternas “víctimas” de la historia, y que son su base social y electorera.

El papa León XII, en su Rerum Novarum (1891), se opone al socialismo como “solución” a la desigualdad social, por contraproducente, y defiende la propiedad privada, argumentando la injusticia que significaría despojar a los legítimos propietarios de sus bienes, para intentar distribuirlos y construir la igualdad.

Los socialistas —escribe— “atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados” por el gobierno.

“Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones”, reconoce.

En todos los casos, dentro de los valores de Occidente atacados por el marxismo posmoderno, hay un común denominador subyacente: el cristianismo, ya que defiende la vida desde la concepción, a la familia natural, la niñez, la llegada del Evangelio a América, la propiedad privada, la libertad de expresión, los derechos humanos, y por supuesto, la libertad religiosa.

El problema es que la “guerra cultural” que emprende la derecha en la actualidad, el conservadurismo, en la mayoría de los casos se realiza desprovista de un carácter religioso. Y así, sin la religión, la guerra cultural está destinada al fracaso.

¿Por qué? Porque deja fuera de las batallas el cimiento ontológico y ético que supone la religión, madre de la cultura y de la civilización.

Sin la religión, las batallas culturales “laicas”, se inscriben en los limbos de la modernidad ilustrada. Sin la invocación a Dios, y la esencia religiosa, las batallas culturales no reciben la bendición del “In hoc signo vinces”, es decir, “con este signo vencerás”.

El papa Juan Pablo II, quien desde muy joven conoció las atrocidades soviéticas con la invasión a su natal Polonia en 1939, fue el artífice de la caída del comunismo en Europa.

Karol Wojtyla nació en 1920, justo el mismo año en que el gobierno ruso decretó la legalización del aborto por primera vez en la historia. Ahí tuvo su origen ese problema. El joven religioso polaco tendría 19 años cuando los soldados del comunismo adentraron sus tanques en su tierra.

Juan Pablo II entendía como prioridad asumir a la cultura por encima de la política y de la economía, como motor del cambio histórico. Y el “corazón de la cultura” es la religión, señalaba.

La guerra cultural debe integrar una naturaleza religiosa. Los guerreros culturales deben transformarse en “Soldados de Dios”, si algún día aspiran a tener la los regímenes socialistas bajo sus espadas.

No se debe apostar solamente a argumentos filosóficos, legales o científicos, como harían los iluministas, porque esto sólo puede conducir a resultados donde el ser humano es instrumentalizado por la racionalidad moderna. No hay triunfo final sin la religión.

Si nuestra guerra cultural voluntariamente deja fuera a la religiosidad, el enemigo se ve favorecido, ya que justo lo que quiere es despojarnos de nuestra dimensión trascendental y empobrecernos, al alejarnos de la opción de poder ofrendar nuestro trabajo a Dios, en lugar de sólo perseguir metas mundanas.

En la cristiandad, la guerra cultural debe estar orientada por nuestra religión, que es la de nuestros padres y todos nuestros ancestros, desde el inicio de la historia de Occidente.

El cristianismo no puede quedar fuera de nuestras batallas, porque es fundamento ético, teológico, y filosófico, de nuestra civilización. Necesitamos su profundidad, su sabiduría, su coherencia, su amor, a la hora que defendemos a la religión en sí misma, como a la vida, la familia, la libertad, la propiedad privada y los derechos humanos.

El guerrero transformado en Soldado de Dios, mitad monje y mitad guerrero, debe pelear sus batallas culturales sin jamás apartarse de la religión y sus valores: no debe buscar protagonismos, ni desear enriquecerse; debe ser humilde y austero, perseverante, orar todo el tiempo, ser astuto como las serpientes e inocente como las palomas. No lucha por sí mismo sino para la Gloria de Dios.

Esta guerra es por la salvación de los hombres, de la cristiandad, de la familia, de la libertad, del patriotismo, de los derechos humanos. Es por la salvación de Occidente.

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