Por Thierry MeyssanKontraInfo.com

Todos usan constantemente la palabra “democracia” y los medios masivos de difusión ‎nos advierten sin cesar en contra del comportamiento autoritario de los países ‎no liberales. Pero es fácil comprobar que en Occidente se rechaza toda posibilidad de ‎abrir un debate donde se puedan contradecir tanto la versión oficial sobre los atentados ‎del 11 de septiembre de 2001 como la reacción ante la epidemia de Covid-19. ‎

Los célebres “tres monos sabios” ilustran un precepto chino: “No ver el Mal, no escuchar ‎el Mal, no decir el Mal.” Pero también podrían ilustrar la cobardía reinante en Occidente, ‎donde se hoy se imponen 3 principios básicos: no ver la Verdad, no oír la Verdad y no decir ‎la Verdad.‎

Las conmemoraciones alrededor del 20º aniversario de los atentados del 11 de septiembre ‎de 2001 han permitido comprobar la existencia de dos narraciones totalmente contradictorias. ‎Una de ellas se repite sin descanso en la prensa escrita y audiovisual y la otra, diferente, puede ‎verse en la prensa digital. Según la prensa escrita y audiovisual, al-Qaeda había declarado la ‎guerra a Occidente y urdió un crimen espectacular. Pero en la prensa digital se denuncia que ‎aquellos atentados sirvieron para ocultar un golpe de Estado interno en Estados Unidos. ‎

Sin embargo, toda discusión entre los defensores de cada una de esas dos versiones resulta ‎imposible porque una de las partes –los partidarios de la versión oficial– se niega a aceptar ‎el debate. Los defensores de la versión oficial clasifican a todo aquel que la cuestione como ‎‎«complotista», «conspiracionista» o «conspiranoico». Según ellos, quienes contradicen la ‎versión oficial son, en el mejor de los casos, simplemente imbéciles, y en el peor, gente ‎malintencionada, cómplices –voluntarios o no– de los terroristas. ‎

Esa forma de desacreditar el desacuerdo se extiende ahora a todo acontecimiento político de ‎importancia. Con ello, la visión del mundo que tiene cada uno de esos bandos se distancia ‎cada vez más de la otra.

¿Cómo ha podido surgir una fractura tan grande entre conciudadanos en sociedades que dicen ‎aspirar a la democracia? Esa pregunta resulta especialmente importante en la medida en que ‎la reacción ante esa fractura –ni siquiera es la fractura en sí– hace imposible la práctica ‎democrática. 

Las cadenas de televisión de “información continua” privilegian la rapidez ‎en dar a conocer al público cualquier acontecimiento. Eso les impide contextualizar y ‎sobre todo analizar correctamente los hechos, dos funciones que constituyen la esencia ‎misma del periodismo. Convierten al telespectador en un simple mirón condenado a ver cosas que ‎no entiende. ‎

UNA CONCEPCIÓN ESTRECHA DEL PERIODISMO

Hoy nos dicen que el papel del periodista es reportar fielmente lo que ha visto. Sin embargo, ‎cuando un medio de prensa local nos interroga sobre algún tema que conocemos y luego vemos ‎como tratan ese tema, lo que generalmente sentimos es decepción. Tenemos la impresión de ‎no haber sido comprendidos. Hay quienes se consuelan diciéndose que tuvieron la mala suerte de ‎tropezar con un pésimo periodista y así alimentan su propia confianza en los medios masivos de ‎difusión. Otros, al ver como se deforman las cosas en el tratamiento de temas menores, ‎se preguntan cuán grande puede ser esa deformación cuando se trata de temas realmente complejos.‎

Por ejemplo:‎

  • En 1989, la multitud que asistía a uno de sus discursos oyó a Nicolae Ceausescu acusar a los ‎fascistas de haber inventado una masacre inexistente en Timisoara. La multitud, indignada, ‎comenzó a corear el nombre de esa ciudad, hubo una revuelta y Ceausescu fue derrocado y ‎asesinado. El canal de televisión local de la ciudad estadounidense de Atlanta (CNN) transmitió ‎en vivo los pocos días que duró aquella “revolución”. CNN se convirtió así en la primera ‎cadena televisiva de información continua en vivo y se elevó al rango de televisora internacional. ‎Hoy se sabe que nunca hubo tal masacre en Timisoara. Todo fue una puesta en escena montada ‎con cadáveres sacados de una morgue. Posteriormente se supo también que una unidad de propaganda ‎del ejército de Estados Unidos tenía una oficina contigua a la sala de redacción de CNN. ‎

La manipulación de Timisoara funcionó únicamente porque se realizó en vivo. ‎Los telespectadores no tuvieron ninguna posibilidad de verificar las afirmaciones de CNN, ‎de hecho ni siquiera tuvieron tiempo de reflexionar. Sin embargo, en el plano profesional, ‎ningún periodista ha osado sacar las necesarias conclusiones de aquel acontecimiento. ‎Al contrario, CNN se convirtió en el modelo a seguir para todas las televisiones de “información ‎continua en vivo” surgidas desde entonces.

  • Durante la guerra en Kosovo, en 1999, yo elaboraba un boletín cotidiano donde resumía las ‎informaciones provenientes de la OTAN y los reportes de las agencias de prensa regionales (de ‎países como Austria, Hungría, Rumania, Grecia, Albania, etc.) a las que me había suscrito [1]. Desde el primer momento ya saltaba a la vista que lo que ‎la OTAN “reportaba” no estaba confirmado por las agencias regionales. Estas últimas describían ‎incluso un conflicto muy diferente al que la OTAN presentaba. Se veía que los textos de los ‎periodistas regionales de todos los países, exceptuando los de Albania, coincidían entre sí pero ‎no eran compatibles con los textos de la OTAN. Con el paso de las semanas, las dos versiones ‎se hacían cada vez más diferentes. ‎

En respuesta a esa situación, la OTAN puso la dirección de su comunicación en manos de Jamie ‎Shea. Este último contaba cada día una nueva anécdota del campo de batalla. Muy pronto ‎la prensa internacional dejó de prestar atención a los reportes de los periodistas regionales y ‎comenzó a repetir sólo lo que producía Jamie Shea. La versión de Shea, o sea la versión de ‎la OTAN, se impuso a través de los “grandes medios”, que simplemente ignoraban los reportes ‎de las agencias regionales –así me convertí en el único que divulgaba lo que informaban las ‎agencias regionales. A mí me parecía que ambas partes mentían y que la verdad se hallaba ‎probablemente en algún punto entre las dos posiciones opuestas. ‎

Cuando aquella guerra terminó, humanitarios, diplomáticos y militares de la ONU corrieron ‎a Kosovo. Para sorpresa de todos ellos –y también para sorpresa mía– los recién llegados ‎comprobaron entonces que los periodistas locales habían descrito fielmente la verdad… y que los ‎‎“informes” de Jamie Shea, a quien los medios internacionales habían considerado como única ‎fuente «confiable» durante 3 meses, habían sido sólo propaganda de guerra. ‎

Los periodistas occidentales que viajaron a Kosovo también pudieron comprobar que habían ‎confiado en alguien que les mentía con el mayor descaro. Pero fueron muy pocos los que modificaron su retórica. Y fueron todavía menos los que lograron ‎convencer a sus redacciones de que la OTAN las había engañado. A fuerza de repetirla, ‎la narración impuesta por la OTAN se había convertido en “la Verdad” que quedaría en los libros ‎de historia, sin tener en cuenta la realidad de los hechos. ‎‎

LA GRECIA ANTIGUA Y EL OCCIDENTE MODERNO

En la Grecia antigua, las obras de teatro suscitaban intensas emociones entre los espectadores, ‎tanto que algunos temían que los dioses les impusiesen durísimas pruebas. Así que el coro que ‎narraba la historia comenzó a encargarse poco a poco de recordar al público que lo que estaba ‎viendo no era real sino un producto de la imaginación humana. ‎

Esa distanciación entre las apariencias y la realidad, hoy neutralizada por el mito de la ‎‎«información en vivo», se denomina en el mundo de la psicología como «función simbólica». ‎Los niños pequeños no logran separar las dos cosas, todo lo toman en serio. Pero cuando ‎alcanzamos la «edad de la razón», hacia los 7 años, todos adquirimos la capacidad de ver la ‎diferencia entre lo verdadero y lo que sólo es una representación, una puesta en escena. ‎

En este punto, la razón se opone a la racionalidad. Ser racional es creer únicamente cosas ‎demostradas. Ser razonable es no creer cosas imposibles. La diferencia es enorme porque es ‎imposible encontrar la Verdad basándonos en creencias. La Verdad viene con los hechos. ‎

Cuando vemos aviones que se estrellan contra las torres del World Trade Center y gente lanzándose ‎al vacío para escapar a las llamas, la emoción nos embarga. Cuando vemos las Torres Gemelas ‎derrumbarse, estamos al borde del llanto. Pero eso no debe impedirnos reflexionar [2].‎

Siempre pueden contarnos que 19 terroristas secuestraron cuatro aviones. El hecho es que ‎ninguna de esas 19 personas aparecían en las listas de pasajeros que efectivamente abordaron ‎esos aviones, así que no pudieron haber secuestrado esas aeronaves.

Siempre pueden repetirnos que el incendio desatado por el combustible de los aviones que ‎se estrellaron contra las Torres Gemelas fue tan intenso que fundió las vigas metálicas que ‎sostenían esos edificios, lo cual explicaría su derrumbe. Pero eso no explica que las dos torres ‎se hayan derrumbado sobre sí mismas, en vez de caer hacia los lados… ni tampoco explica el ‎derrumbe –también sobre sí mismo– de un tercer edificio del complejo World Trade Center, edificio que no fue alcanzado por ningún avión. ‎Para que un edificio se derrumbe sobre sí mismo hay que volar sus cimientos y a la vez hacer ‎estallar dentro del edificio cargas explosivas convenientemente distribuidas de arriba abajo para ‎que cada piso caiga sobre el piso inferior siguiente.

Pueden seguir repitiéndonos que algunos pasajeros de los aviones secuestrados lograron ‎comunicarse telefónicamente con sus familiares antes de morir. Pero las compañías telefónicas ‎no tienen nada que demuestre la realización de tales llamadas telefónicas.

Siempre podrán seguir diciéndonos que un Boeing 757 se estrelló contra el Pentágono. ‎El problema es que un avión tan grande (casi 14 metros de altura y 41 metros de envergadura) ‎tendría que haber causado mucho más estragos en la fachada del Pentágono. ‎

Los testigos pueden contradecirse entre sí pero algunos testimonios entran en contradicción con ‎los hechos. ‎‎

Aceptamos que nos engañen cuando la Verdad nos parece demasiado dura.‎

¿POR QUÉ ACEPTAMOS QUE NOS ENGAÑEN?

Queda una pregunta de la mayor importancia. ¿Por qué aceptamos que nos engañen? Eso es ‎lo que sucede cuando nos parece más difícil aceptar la Verdad que aceptar la mentira. ‎

Por ejemplo, cuando el hijo del presidente de la Fundación Nacional de Ciencias Políticas ‎de Francia denunciaba –durante años– que su padre lo violaba todo el mundo se compadecía ‎de los delirios del pobre muchacho y elogiaba al padre que sufría en silencio la locura de su hijo. ‎Cuando la hermana de la víctima publicó un libro de testimonio, todos se dieron cuenta de que ‎el muchacho siempre había dicho la verdad y su padre fue obligado a dimitir. El violador escapaba ‎a la justicia por ser quien era: ex diputado en el Parlamento Europeo, presidente de la ‎institución emblemática de toda la clase político-mediática francesa y presidente de Le Siècle, ‎el club privado más distinguido y exclusivo de Francia. ‎

‎¿Por qué se sigue creyendo que al-Qaeda fue responsable de los atentados del 11 de septiembre ‎de 2001? Porque el general Colin Powell, como secretario de Estado de Estados Unidos, ‎se presentó en persona para afirmar eso ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Pero ‎se olvida que ese mismo Colin Powell ya había mentido años antes, cuando “confirmó” ‎el cuento de los soldados iraquíes que supuestamente habían dejado morir bebés prematuros ‎cuando invadieron Kuwait. Tampoco se dice que también mintió para imponer la historia de las ‎armas de destrucción masiva que supuestamente tenía el presidente iraquí Saddam Hussein. ‎Esos antecedentes no importan… es el secretario de Estado de Estados Unidos y hay creer ‎lo que dice. ‎

Además, si ponemos en duda la palabra de Colin Powell, tendríamos no sólo que preguntarnos ‎por qué invadimos Afganistán, y luego Irak, etc. También tendríamos que preguntarnos, ‎sobre todo, por qué mintió. ‎‎

LA REACCIÓN ANTE EL COVID-19, OTRO 11 DE SEPTEMBRE

El enigma del 11 de septiembre no es cosa del pasado. Nuestra comprensión de todo lo sucedido ‎durante los últimos 20 años depende de la verdad sobre aquel acontecimiento. Mientras ‎no tengamos debates contradictorios entre defensores y críticos de las dos versiones de aquellos ‎hechos, seguiremos reproduciendo esa fractura frente a todos los temas de importancia mundial. ‎

Hoy estamos viviendo otra catástrofe: la pandemia de Covid-19. Todos hemos visto como un gran ‎laboratorio –Gilead Science– sobornó a los editores de la publicación médica The Lancet para ‎que denigraran un medicamento: la hidroxicloroquina. Gilead Science es la compañía ‎antiguamente dirigida por Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa de Estados Unidos durante ‎los hechos del 11 de Septiembre. Gilead Science producía precisamente un medicamento contra ‎el Covid-19: el Remdesivir. El resultado de toda aquella historia de soborno es que ya ‎nadie se atreve a buscar algún tipo de medicamento para curar el Covid-19, todo el mundo ‎apuesta por la esperanza de las vacunas. ‎

Como secretario de Defensa, Donald Rumsfeld ordenó a sus colaboradores elaborar protocolos ‎que debían aplicarse en caso de ataque bioterrorista contra las bases militares de Estados Unidos ‎en otros países. Luego ordenó a uno de aquellos colaboradores, el doctor Richard Hachett –quien ‎era miembro del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos– extender la aplicación de ese ‎protocolo a toda la población civil estadounidense ante un posible caso de bioterrorismo contra ‎el país. ‎

Fue precisamente el doctor Richard Hachett quien propuso el confinamiento obligatorio de la ‎población sana ante el Covid-19, medida que encontró el rechazo inmediato de los médicos ‎estadounidenses, empezando por el profesor Donald Henderson de la universidad John Hopkins ‎‎ [3]. Los médicos que se pronunciaron contra el confinamiento de la población sana ‎estiman que Donald Rumsfeld, el doctor Richard Hachett y el consejero de estos personajes, el ‎alto funcionario Anthony Fauci, no eran otra cosa que enemigos del juramento de Hipócrates y ‎enemigos de la humanidad. ‎

Cuando apareció la epidemia de Covid-19, el doctor Richard Hatchett ya había logrado convertirse ‎en director de la CEPI (Coalition for Epidemic Preparedness Innovations), una coalición creada por ‎el Foro de Davos y financiada por Bill Gates. Hatchett fue el primero en decir que «estamos ‎en guerra» al referirse a la epidemia de Covid-19, fórmula retomada de inmediato por ‎su amigo, el presidente francés Emmanuel Macron. Fue Hachett quien promovió el ‎confinamiento de la población sana… como se había previsto hace 15 años en el marco de la «guerra ‎contra el terrorismo». ‎

Mientras tanto, Anthony Fauci seguía siendo alto funcionario y había desviado fondos federales ‎para financiar investigaciones ilegales que, precisamente por ilegales, no podían hacerse ‎en Estados Unidos… así que Fauci organizó su realización en el laboratorio chino de Wuhan.‎

Normalmente, los profesionales de la medicina habrían tenido que rebelarse otra vez contra el ‎confinamiento obligatorio de la población sana. Pero no lo hicieron. Consideraron masivamente ‎que la gravedad de la situación justificaba la violación del juramento hipocrático. ‎

Actualmente, los países occidentales que siguieron los consejos del doctor Hatchett y que ‎creyeron las mentiras de Gilead Science presentan un balance aterrador ante la pandemia. ‎Estados Unidos ha registrado 26 veces más fallecimientos por millón de habitantes que China y ‎la economía estadounidense está devastada. ‎

Todo lo anterior merecería ser objeto de debates. Pero no hay debate. Preferimos ver nuestras ‎sociedades dividirse otra vez entre partidarios de Anthony Fauci y defensores del profesor Didier ‎Raoult [4].‎

CONCLUSIÓN‎

En vez de conversar civilizadamente y de confrontar argumentos serios, se están organizando ‎falsos debates entre los repetidores del discurso dominante y defensores de las opiniones más ‎grotescas. ‎

Es inútil pretender que vivimos en democracia si nos negamos a discutir seriamente sobre ‎los temas más importantes. ‎

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