Fuente: gaceta.es
Este año, los norteamericanos está cerca de celebrar la cena de Acción de Gracias más cara de la historia. Si se empeñan en mantener el menú clásico de la fiesta y llenar la mesa familiar con las tradicionales viandas, van a tener que rascarse el bolsillo ante la inquietante subida de los alimentos, una inflación que no da visos de detenerse en breve y que, con su cinismo habitual, la portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki, celebró porque significaba que «los americanos están comprando un montón de cosas», una explicación similar a la que daban los podemitas sobre las colas en Venezuela, que era porque los venezolanos tenían dinero para gastar.
Siempre ha ocurrido hasta ahora que cuando los precios de la energía -el factor que está detrás de cualquier mercancía- se disparan, los productores reaccionan inmediatamente elevando la producción. Hasta ahora. Porque ahora los políticos de todo el mundo -que se reunirán en unos días en Glasgow en la Conferencia del Clima, COP26– están decididos a reducir al máximo la producción de energía ‘sucia’, es decir, la basada en combustibles fósiles, que es la que ha permitido el milagro de la prosperidad postindustrial.
La idea es exactamente la contraria: que los precios de la energía estén altos es bueno porque así se desincentiva su uso, tan contaminante él. Pero esto, que puede sonar muy bien en los oídos de un hatajo de burócratas, es el anuncio de la miseria y la ruina para la gente normal. La subida en picado del precio de la energía se traduce inmediatamente en el encarecimiento de cualquier mercancía, empezando por los alimentos.
Otro factor derivado de la obsesión climática que viene a empeorar las cosas es lo que el autor David Hay llama la ‘greenflation’ o ecoinflación, es decir, la meteórica inflación de los precios en los materiales necesarios para la ‘revolución de las renovables’: metales para placas solares, molinillos, coches eléctricos, etcétera.
La ‘revolución verde’ que se quiere aplicar a machamartillo, caiga quien caiga, se basa en una fantasía dramáticamente errónea, a saber, que la tecnología y las condiciones materiales están listas para concluir la transición de una economía basada en los combustibles fósiles a otra basada en fuentes renovables.
De hecho, la política verde, la que se discutirá en Glasgow, está trufada de paradojas, como el hecho de que quienes más vayan a sacrificar sea los que más han ‘limpiado’ hasta la fecha, o que la proliferación deseada del coche eléctrico exigirá un aumento brutal de la generación de energía, básicamente dependiente de centrales chinas de carbón, o que los materiales con los que se fabrican las verdísimas placas solares sean singularmente contaminantes. Hay, en fin, mucho de paripé, de parecer que se hace, pero es un paripé que vamos a pagar los ciudadanos de todo el planeta, y a un precio que todavía nadie se atreve a calcular.