Por Richard M. Ebeling – Fee

En el siglo XIX, los críticos del socialismo solían sostener dos argumentos contra el establecimiento de una sociedad colectivista. En primer lugar, advertían que, bajo un régimen de socialismo integral, el ciudadano común se enfrentaría a la peor de las tiranías imaginables. En un mundo en el que todos los medios de producción estuvieran concentrados en manos del gobierno, el individuo dependería total e ineludiblemente de la autoridad política para su propia existencia.

El Estado socialista sería el único proveedor monopólico de empleo y de todos los elementos esenciales de la vida. La disidencia o la desobediencia a un Estado tan todopoderoso podría significar la indigencia material para el crítico de la autoridad política. Además, ese mismo control centralizado significaría el fin de toda actividad intelectual y cultural independiente. Lo que se imprimiera y publicara, las formas de arte y de investigación científica que se permitieran, quedarían completamente a la discreción de quienes tuvieran el poder de determinar la asignación de los recursos de la sociedad. La mente y el bienestar material del hombre estarían esclavizados al control y al capricho de los planificadores centrales del Estado socialista.

En segundo lugar, estos anti-socialistas del siglo XIX argumentaban que la socialización de los medios de producción socavaría y debilitaría fundamentalmente la estrecha conexión entre el trabajo y la recompensa que necesariamente existe en un sistema de propiedad privada. ¿Qué incentivo tiene un hombre para limpiar el campo, plantar la semilla y cuidar la tierra hasta el momento de la cosecha si sabe o teme que el producto al que dedica su trabajo mental y físico puede serle robado en cualquier momento?

Del mismo modo, bajo el socialismo el hombre ya no vería ningún beneficio directo de un mayor esfuerzo, ya que lo que se le repartiría como su “parte justa” por el Estado no estaría relacionado con su esfuerzo, a diferencia de las recompensas en una economía de mercado. La pereza y la falta de interés envolverían al “nuevo hombre” en la sociedad socialista que se avecina. La productividad, la innovación y la creatividad se reducirían drásticamente en la futura utopía colectivista.

Las experiencias del siglo XX con el socialismo, comenzando con la revolución comunista en Rusia en 1917, dieron la razón a estos críticos. La libertad personal y prácticamente todas las libertades civiles tradicionales fueron aplastadas bajo el poder centralizado del Estado Total. Además, la ética del trabajo del hombre bajo el socialismo quedó plasmada en una frase que se hizo notoriamente común en toda la Unión Soviética: “Ellos fingen que nos pagan y nosotros fingimos que trabajamos”.

Los defensores del socialismo respondieron argumentando que la Rusia de Lenin y Stalin, la Alemania nacionalsocialista de Hitler y la China de Mao no eran el “verdadero” socialismo. Una verdadera sociedad socialista significaría más libertad, no menos, por lo que era injusto juzgar el socialismo por estos experimentos supuestamente retorcidos para crear un paraíso de los trabajadores. Además, bajo un verdadero socialismo, la naturaleza humana cambiaría, y los hombres ya no estarían motivados por el interés propio, sino por el deseo de promover desinteresadamente el bien común.

En las décadas de 1920, 1930 y 1940, los economistas austriacos, sobre todo Ludwig von Mises y Friedrich A. Hayek, propusieron un argumento singularmente diferente contra la sociedad socialista. Ellos, Mises en particular, aceptaban en aras del argumento que la sociedad socialista estaría dirigida por hombres que no deseaban abusar de su poder y aplastar o abrogar la libertad, y además, que en el socialismo prevalecerían los mismos motivos para trabajar que en la propiedad privada en la economía de mercado.

Incluso con estos supuestos, Mises y Hayek demostraron de forma devastadora que la planificación central socialista integral crearía un caos económico. Hasta bien entrado el siglo XX, el socialismo siempre había significado la abolición de la propiedad privada en los medios de producción, el fin de la competencia de mercado por parte de los empresarios privados por la tierra, el capital y la mano de obra y, por tanto, la eliminación de los precios generados por el mercado para los productos acabados y los factores de producción, incluidos los salarios de la mano de obra.

Sin embargo, sin este sistema de precios de mercado generado por la competencia, Mises argumentó que no habría ningún método de cálculo económico racional para determinar los métodos de producción de menor costo o la rentabilidad relativa de la producción de bienes y servicios alternativos para satisfacer mejor los deseos del público consumidor. Puede ser posible determinar la forma tecnológicamente más eficiente de producir algún bien, pero esto no nos dice si ese método concreto de producción es el más eficiente económicamente.

Mises explicó esto de muchas maneras diferentes, pero podemos imaginar un plan para construir un ferrocarril a través de una montaña. ¿Debe construirse el revestimiento del túnel ferroviario con platino (un material muy duradero) o con hormigón armado? La respuesta a esta pregunta depende del valor de ambos materiales en sus usos alternativos. Y esto sólo puede determinarse conociendo lo que la gente estaría dispuesta a pagar por estos recursos en el mercado, dada la demanda y los usos que compiten entre sí.

En el mercado libre, los empresarios privados expresan su demanda a través de los precios que están dispuestos a pagar por la tierra, el capital, los recursos y el trabajo. Las ofertas de los empresarios se guían por su previsión de la demanda y los precios que los consumidores pueden estar dispuestos a pagar por los bienes y servicios que pueden producirse con esos factores de producción. Los precios de mercado resultantes recogen las estimaciones de millones de consumidores y productores sobre el valor y los costos de oportunidad de los bienes acabados y los escasos recursos, capital y mano de obra de la sociedad.

Pero bajo la planificación central socialista integral, no habría ningún mecanismo institucional para descubrir estos valores y costos de oportunidad. Con la abolición de la propiedad privada en los medios de producción, no se podrían comprar ni contratar recursos. No habría pujas y ofertas que expresaran lo que los miembros de la sociedad pensaban que valían los recursos en sus empleos alternativos. Y sin pujas y ofertas, no habría intercambios, de los que surge la estructura de mercado de los precios relativos. Por lo tanto, la planificación socialista significaba el fin de toda racionalidad económica, decía Mises, si por racionalidad entendemos un uso económicamente eficiente de los medios de producción para producir los bienes y servicios deseados por los miembros de la sociedad.

Dado que nada permanece quieto -que la demanda de los consumidores, la oferta de recursos y mano de obra y los conocimientos tecnológicos cambian continuamente-, una economía socialista planificada se quedaría sin el timón del cálculo económico para determinar si lo que se producía y cómo era más rentable y provechoso.

Ni Mises ni Hayek negaron nunca que una sociedad socialista pudiera existir o incluso sobrevivir durante un periodo prolongado de tiempo. De hecho, Mises enfatizó que en un mundo que fuera sólo parcialmente socialista, los planificadores centrales tendrían un sistema de precios en el que basarse por aproximación, es decir, copiando los precios de mercado en los países en los que aún prevaleciera el capitalismo competitivo. Pero incluso esto sólo tendría un valor aproximado, ya que las condiciones de oferta y demanda en una sociedad socialista no serían una réplica exacta de las condiciones de mercado en una sociedad capitalista vecina.

Los críticos socialistas e incluso algunos pro-mercado de Mises han ridiculizado a veces su supuesto lenguaje extremo de que el socialismo es “imposible”. Pero con “imposible”, Mises simplemente quería refutar la afirmación socialista del siglo XIX y principios del XX de que una economía global de planificación centralizada no sólo generaría la misma cantidad y calidad de bienes y servicios que una economía de mercado competitiva, sino que la superaría con creces. El socialismo no podía crear el paraíso material en la tierra que los socialistas habían prometido. Los medios institucionales (la planificación central) que proponían para alcanzar sus fines declarados (una mayor prosperidad material que en el capitalismo) conducirían, en cambio, a un resultado radicalmente opuesto al que decían querer alcanzar.

Mises subrayó que una sociedad socialista también carecería de las actividades orientadas al consumo de los empresarios privados. En la economía de mercado, las ganancias sólo pueden obtenerse si los medios de producción se utilizan para servir a los consumidores. Así, en su propio interés, los empresarios privados se ven impulsados a aplicar sus conocimientos, su capacidad y su “lectura” de la dirección del mercado de la manera más eficaz, en comparación con sus rivales que también intentan captar el negocio del público comprador.

Ciertamente, los incentivos motivan al empresario privado. Si no lo hace mejor que sus rivales, sus ingresos disminuirán y es posible que acabe cerrando el negocio. Pero el empresario privado, al igual que el planificador central, estaría “volando a ciegas” si no pudiera funcionar dentro de un orden de mercado con su red de precios competitivos.

Así, para los economistas austriacos como Mises, el cálculo económico es el punto de referencia para juzgar si la planificación central socialista es una alternativa viable a la economía de libre mercado. Sin precios de mercado, no puede haber ni cálculo económico ni coordinación social de multitudes de consumidores y productores individuales con sus diversas demandas, conocimientos localizados y valoraciones de sus circunstancias individuales.

El sistema de precios es lo que da racionalidad -un uso eficiente de los recursos- y dirección a las actividades de la sociedad en la división del trabajo, de modo que los medios a disposición de las personas puedan aplicarse con éxito a sus diversos fines. La planificación central significa el fin de la planificación racional tanto de los planificadores centrales como de los miembros de la sociedad, ya que la abolición de un sistema de precios de mercado les deja sin la brújula del cálculo económico para guiarles en su camino.

El caos de la economía soviética se centraba en la falta de un sistema de precios real y, por tanto, de un método de cálculo económico. En la Unión Soviética, por ejemplo, se verificaron las antiguas críticas al colectivismo. El Estado total creó una tiranía cruel, brutal y asesina. Y la abolición de la propiedad privada dio lugar a unos incentivos debilitados y a menudo perversos, en los que el acceso individual a la riqueza, la posición y el poder pasaba por la pertenencia al Partido Comunista y el estatus dentro de la jerarquía burocrática.

En realidad, los gobernantes de los países comunistas tenían otros fines que el de la mejora material y cultural de aquellos sobre quienes gobernaban. Perseguían el poder y los privilegios personales, así como diversos objetivos de carácter ideológico. Fijaron los precios artificialmente, tanto de los bienes de consumo como de los recursos, a niveles que no guardaban relación con su demanda o escasez reales. Como consecuencia, el grado de mal uso de los recursos era tal que prácticamente todos los proyectos manufactureros o industriales de la Unión Soviética consumían muchas más materias primas y horas de trabajo por unidad de producción que cualquier otra cosa comparable en las economías occidentales más orientadas al mercado.

No podía haber un sistema de precios reales en la Unión Soviética porque habría requerido la inversión de la razón misma del sistema socialista en la que se basaba el poder de los gobernantes soviéticos: el control gubernamental y la planificación central de la producción. Y no podían establecer su red de precios artificiales a niveles comparables a los de algunos países occidentales porque habría dejado claro lo equivocado que era todo su proceso de planificación y distribución.

Así pues, junto con la irracionalidad inherente al sistema de planificación central debido a la falta de precios reales, estaban los incentivos debilitados para que el ciudadano soviético de a pie fuera industrioso y creativo en la economía oficial, así como los incentivos perversos del sistema político en el que el beneficio personal se conseguía a través de un desprecio casi total por los intereses de la sociedad en general. El hecho de que los planificadores soviéticos tuvieran otras agendas además de la de servir a los consumidores sólo distorsionó aún más el sistema. Lo mal dirigido e ineficiente que era el uso de los recursos bajo el socialismo sólo se hizo evidente tras el colapso de la Unión Soviética y la aparición de una economía de mercado limitada en Rusia.

En sus argumentos contra la planificación central socialista, Mises a menudo formulaba su razonamiento con una retórica que advertía del fin de la civilización tal y como la conocemos si se seguía el camino colectivista. En las décadas de 1930 y 1940, cuando Mises planteó con más fuerza estos temores, no estaba ni mucho menos solo en esta funesta advertencia, dada la brutalidad y la violenta tiranía que se vivía entonces en la Alemania nazi y en la Unión Soviética de Stalin.

Pero el punto más fundamental de Mises era que la propia naturaleza de un sistema socialista amenazaba el nivel de bienestar económico y cultural que el hombre occidental había llegado a dar por sentado durante los cien años anteriores. Cada día que pasa, un sistema socialista se parece menos a la sociedad de mercado que lo precedió. La asignación de recursos, la utilización del capital y el empleo de la mano de obra tendrían que modificarse y pasar de los usos anteriores a otros nuevos. Por lo menos, las “prioridades” del “Estado de los trabajadores” serían diferentes de las que se dan bajo la toma de decisiones descentralizada y orientada al beneficio. ¿Debe construirse un nuevo hospital público en un lugar determinado o deben asignarse los limitados recursos a la construcción de nuevos complejos de viviendas públicas en otra parte del país? ¿Debe utilizarse un terreno en una zona concreta para una nueva “instalación recreativa para el pueblo” o debe convertirse en el emplazamiento de una nueva fábrica industrial?

Si se opta por la construcción de un nuevo complejo de viviendas, ¿debe ser mayoritariamente de ladrillo y mortero, o de acero y cristal? ¿Deben emplearse los esfuerzos de algunos científicos para investigar más sobre el cáncer o para el posible desarrollo de un chicle más sabroso y duradero? ¿Cuál es el uso más valorado de los distintos recursos que pueden emplearse en la fabricación de diferentes tipos de máquinas, que podrían utilizarse para producir más libros sobre religión y fe o para aumentar la productividad de los trabajadores en la agricultura? ¿Valdría la pena invertir tiempo, recursos y trabajo en una nueva idea tecnológica, aunque su recompensa esté a años vista (suponiendo que funcione como se concibió inicialmente)?

Sin que los precios de los productos acabados y los factores de producción proporcionen la información y las señales que guíen la toma de decisiones, cada día que pasa significaría que se toman más decisiones de este tipo en la oscuridad. Sería análogo a los viajeros por mar en el mundo antiguo antes de la invención del sextante o la brújula. Cada movimiento lejos de la tierra – lo conocido y lo familiar – sería en aguas inexploradas sin forma de saber la dirección o las consecuencias del curso elegido. Mejor permanecer cerca de la costa que explorar mares desconocidos. Y si se emprende el viaje en mar abierto bajo cielos cubiertos de nubes, no se sabe a dónde conducirá ni si se ha seleccionado el curso más corto y mejor.

El establecimiento de un sistema integral de planificación central socialista equivaldría a retroceder en el tiempo. Es por razones como ésta que Mises se refirió al cálculo económico como “la estrella guía de la acción bajo un sistema social de división del trabajo. Es la brújula del hombre que se embarca en la producción”. Así, incluso si los gobernantes de un Estado socialista fueran completamente benévolos y se preocuparan únicamente por el bienestar de sus semejantes, sin el cálculo económico una sociedad colectivista se enfrentaría potencialmente a lo que Mises tituló en uno de sus libros, el caos planificado.

Así, el establecimiento de un sistema integral de planificación central socialista equivaldría a retroceder en el tiempo, antes de que las instituciones de la propiedad privada y la competencia del mercado hubieran permitido utilizar los precios para la toma de decisiones racionales.

Por suerte, el intento de crear el socialismo en el siglo XX causó suficiente impresión como para que no parezca probable que se vuelva a intentar una abolición tan drástica de las instituciones fundamentales de la economía de mercado en un futuro próximo. El dilema de nuestro tiempo es que los gobiernos, mediante la regulación, la intervención, la redistribución y los numerosos controles, impiden que el mercado y el sistema de precios funcionen como deberían y podrían hacerlo en una sociedad libre.

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