Por Carlos Flores – PanAm Post

Comunismo, la sola palabra servía para crear miedo entre la sociedad estadounidense y ser el eje sobre el cual la política de ese país se unificaba en un frente que dejaba a un lado el bipartidismo. En aquel entonces, el objetivo era confrontar una amenaza común: la expansión soviética en el Occidente.

La Guerra Fría se convertiría en una era generada al final de la Segunda Guerra Mundial por el conflicto ideológico entre Estados Unidos y la Unión Soviética, el surgimiento de armas nucleares y el miedo al comunismo en la nación norteamericana.

La sola percepción de que el comunismo infectase el ADN estadounidense fue motor para años de espionaje, estrategias y absoluta paranoia global siempre impregnada del tufo nuclear. Y es que en tiempos como el que se vivió durante la crisis de los misiles nucleares rusos en Cuba, la idea del armagedón nuclear parecía una casi terrible realidad.

Pero durante 1989 y 1990 cayó el Muro de Berlín, se abrieron las fronteras y las elecciones libres derrocaron a los regímenes comunistas en todas partes de Europa del Este. A finales de 1991, la propia Unión Soviética se disolvió en las repúblicas que la componen. A una velocidad asombrosa, se levantó el Telón de Acero y la Guerra Fría llegó a su fin. Sin embargo, la ideología comunista persistió como enemiga del sueño americano… ¿O no?

BLM: Marxismo por la puerta grande

Sin embargo, la amenaza de la ideología comunista parece haber quedado solo como un vestigio del pasado, en términos de aceptación no solo política, sino también social. Y es que basta poner el microscopio sobre la organización Black Lives Matter (BLM) y su notoria influencia e importancia actual en el espectro norteamericano y más allá de sus fronteras.

Hace algunas décadas, el solo hecho de que un movimiento admitiese públicamente que su ideología y formación era marxista y apoyase —casi con orgullo— un régimen comunista como el cubano y una tiranía como la venezolana, habría sido, en el entorno norteamericano, causa no solo de rechazo sino de censura y ataque, por parte tanto de demócratas como de republicanos.

Es decir, no se podía concebir que un movimiento directamente propulsado por la ideología comunista se acuñara y adquiriese importancia nacional o, mucho peor, que esta característica pasara bajo cuerda y no se convirtiese en la principal arista de críticas o puerta para un debate sobre su proceder, origen y finalidad.

Ahora, sencillamente, al parecer, no ha importado a la opinión pública.

La —muy bien pensada— bandera pseudo justiciera-social de la agenda de BLM ha logrado cubrir su realidad comunista, generando una sensación de increíble absolutismo: si estás contra BLM, estás de alguna manera en contra de los derechos humanos de una minoría. O, palabras más, palabras menos: eres un racista.

Ha sido como una píldora de absoluta propaganda que ha causado culpa y división. Mecanismos básicos de la instrucción marxista, hoy absorbidos con una preocupante docilidad por la sociedad norteamericana.

Porque la gran realidad es que BLM representa el advenimiento de los ideales comunistas, maquillados y camuflados para ser consumidos por políticos y ciudadanos, de una manera tan radical que derriba la férrea batalla que durante tantos años EE. UU. libró contra la entonces amenaza soviética.

Hoy, la amenaza ya entró al torrente sanguíneo americano y el resultado: caos, violencia y desorden, escriben el prefacio de lo que pudiera estar por venir.

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