Fuente: Marcelo Duclos para Panam Post

“¡Ustedes! ¡Malditos antivacunas! ¡Bola de imbéciles, ya déjense de fregaderas y por lo menos pónganse el maldito cubrebocas!”. A los gritos, en medio de un ataque de nervios y frente a las cámaras de su programa, el conductor mexicano Leonardo Schwebel arremetió contra el segmento de la audiencia que se niega a aplicarse la vacuna contra del coronavirus.

Para empezar, y como ya manifesté en otra ocasión, habría que repensar el término de “antivacunas” para denominar a las personas que todavía desconfían de las virtudes de las dosis disponibles contra el COVID-19. En lo personal conozco varias personas que decidieron no vacunarse. Sin embargo, ellos tienen todas las vacunas al día hasta la llegada de la pandemia e, igualmente, vacunaron a sus hijos con el esquema completo acostumbrado hasta el año 2020.

No sé ustedes, pero yo no conozco ni una sola persona que considere que las vacunas, en general, son algo malo o peligroso. Llamar “antivacunas” a alguien que no desea vacunarse para lidiar con la enfermedad de la pandemia actual es tan exagerado como estigmatizante. Claro que la acusación, que se lanza de todos los medios de comunicación, no es casual. Justamente, la idea es la estigmatización y el escarmiento social.

https://www.youtube.com/watch?v=pvoi5xwr3MQ

Que quede claro. Esta reflexión no se trata de ninguna apología en contra de las vacunas del coronavirus. Se trata de una invitación para que la gente comience a pensar por sus propios medios. Algo que, lamentablemente, no se ha visto mucho desde el inicio de la pandemia. Si bien la mayoría acató las normativas dictadas desde la política, no pocas personas cayeron en garras de las teorías conspirativas más delirantes e insólitas. Muchos negadores de la existencia del virus terminaron engrosando la lista de víctimas fatales del COVID-19.

Muy pocos hemos tratado de pensar por nuestros propios medios y analizar la realidad que percibíamos mediante nuestros propios filtros. En lo personal, y perdón por lo autorreferencial, cuando llegaron las primeras novedades del virus entré en pánico. Antes de cualquier restricción de las que luego anunció el presidente Alberto Fernández en Argentina, llamé a mi oficina para notificar que no pensaba ir hasta nuevo aviso, aclarando que aceptaba las consecuencias de mi elección. Hice una mega compra de pánico y me encerré en mi departamento con mis gatos con provisiones suficientes como para lidiar con un apocalipsis zombie.

Cuando el pánico fue la política oficial yo empecé a relajarme. Nunca dejé de cuidarme, pero tampoco obedecí ninguna de las normativas gubernamentales caprichosas e irracionales. Yo solito pude llegar a la conclusión de que no era momento para estar en una fiesta con 50 personas o de ponerme a tomar mate con la gente. Pero nunca acepté que me dijeran que no podía cenar con uno o dos amigos.

Hizo falta que una anciana saliera a tomar sol con una reposera, y que la rodeara una decena de policías, para que la gente se diera cuenta de que todo lo que estaba pasando era una locura.

Por esos días muchos argentinos comenzaron a darse cuenta que no era lo más sano estar denunciándose entre vecinos. Sin embargo, muchos daños ya eran irreversibles. En uno de los casos que cobraron notoriedad, una peluquera falleció de un infarto tras recibir la notificación de una demanda judicial, que se había iniciado luego de la denuncia de una vecina por atender en la “clandestinidad”.

Después de hablar con varios médicos, y aunque muchos me manifestaron diferentes conclusiones, decidí aplicarme las dos dosis de Pfizer en Estados Unidos. Por estos días, al ver que muchos no vacunados padecieron la cepa omicron igual que yo, de la misma manera que elegí ponerme aquellas dos dosis en agosto del año pasado, hoy decido no volver a inocularme. ¿Hice mal en aplicármelas? ¿Fue inútil? ¿Me salvaron la vida? ¿Me equivoco ahora? No lo sé. Pero de eso se trata la vida. De hacerse cargo de las propias decisiones y sus consecuencias.

Los que sin duda se equivocaron fueron los que cayeron en los extremos. Los que se encerraron como si pudieran vivir en una burbuja y se contagiaron igual y tantos otros que hicieron como si ningún virus existiera. Pero ambos espacios de la grieta de la pandemia tuvieron un denominador común: la histeria impulsada desde la política y desde los medios. Unos decidieron acatar las órdenes sin siquiera pensarlas por sí mismos para sacar sus propias conclusiones y otros cayeron en el delirio de visiones conspirativas delirantes.

Y si lo que se quiere combatir son las teorías conspirativas infundadas, que se insista con la obligatoriedad de un “pase sanitario” inútil (ya que los vacunados nos contagiamos y contagiamos a otros) parece ser un capricho infundado. Lamentablemente esto parece ser más seductor que la importancia de la pérdida de garantías constitucionales.

Los que tratamos de mantener la cabeza en frío para saber qué es lo que está pasando, lidiamos todo este tiempo con individuos atemorizados que pensaban que se venía el fin del mundo, que eran discutidos por otros trastornados que aseguraban que nos estaban inoculando microchips que serían activados por antenas y satélites por orden de Bill Gates.

Parece que una interpretación más moderada, de reconocer el virus y sus potenciales riesgos, pero también de aceptar que los políticos podían saber poco y nada de lo que estaba pasando, no era factible para muchos. Algunos necesitaron de un paternalismo que acribilló las libertades y otros sucumbieron a las teorías conspirativas para poder lidiar y explicar la situación. Parece que la existencia de una vacuna que ha mejorado los eventuales cuadros críticos, pero que también podría producir serios problemas colaterales, estaría fuera del menú de varios.

Puede que lo que haya que aprender con todo esto es lo poco que sabemos y reconocer el miedo que tenemos a la muerte y a lo desconocido. Todos nosotros. Y aceptar que tenemos que hacernos cargo de nuestras elecciones, y que en cierta manera, en un punto estamos solos, parece que no es para cualquiera. Aceptarlo no es fácil ni sencillo. Pero nos hace libres.

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