Por Javier Torres – gaceta.es

Dice Francis Fukuyama que no se le ha entendido, que su final de la historia no quería decir lo que la mayoría ha interpretado tanto tiempo: la victoria total del capitalismo liberal y la globalización frente al bloque comunista. O sea, la reducción de todo el planeta a un mercado único y globalizado que acabaría con las identidades nacionales, las fronteras y las diferencias culturales. Sí pero no.

En El fin de la historia y el último hombre, Fukuyama sostenía que el colapso de la URSS acababa con el fin de la pugna entre el modelo comunista y el capitalista, pues a partir de entonces la universalización de la democracia liberal occidental sería incontestable como forma definitiva de gobierno. 

Las dos primeras décadas del nuevo siglo, por tanto, dejaron las predicciones del politólogo norteamericano de origen japonés en entredicho

Claro que todo ello saltó por los aires durante los atentados de las torres gemelas de 2001 y la irrupción del factor islam como actor político en el siglo XXI. Después vendría China y más tarde el retorno a las identidades nacionales (Brexit, Trump, Le Pen, Orbán…) en distintos puntos de Occidente. Las dos primeras décadas del nuevo siglo, por tanto, dejaron las predicciones del politólogo norteamericano de origen japonés en entredicho. 

Sin embargo, al final de su célebre libro Fukuyama refuta todo lo expuesto anteriormente. Es decir, juega con dos barajas: si en la primera dibuja un escenario en que la globalización se habría impuesto como un rodillo, en la segunda advierte del retorno de antiguas formas de organización política (identidades nacionales) que desencadenarían “guerras de prestigio”. 

Todo ello ha sucedido al mismo tiempo. Por eso 30 años después de la publicación del conocido ensayo, Fukuyama no se corta arremetiendo contra el neoliberalismo, a cuyos excesos culpa de haber engendrado el populismo. «Mucha gente se quedó al margen del crecimiento económico, mientras que los ricos cada vez ganaban más. Eso creó mucho malestar en la población», dice en una reciente entrevista en El Mundo. Y añade: «A partir de los 80, se identifica como liberalismo a las teorías de Milton Friedman y las políticas de Reagan y Thatcher que impulsan la desregulación y las privatizaciones eliminando las restricciones del capitalismo global. Esto conlleva un aumento de la desigualdad en los países ricos».

Pero hay más. Porque entre los responsables del desorden global que hoy padecemos aparecen señaladas las grandes empresas tecnológicas que, como aquí advertimos, acumulan más poder (descontrolado) que cualquier estado. «Facebook, Twitter y Google influyen en lo que se puede decir, y eso genera un problema de legitimidad para determinar lo que es un discurso político aceptable o no».

Quizá estas reflexiones de Fukuyama ayuden a entender que no es fruto de la conspiranoia de cuatro chalados en Twitter advertir del grave peligro que supone que las Big Tech pasen por encima de los estados como si nada. Y no sólo es cuestión de dinero, que es casi lo de menos, sino del uso de datos personales y el control del debate público censurando contenidos al margen de las legislaciones nacionales.

Este clima de censura y dominio total sobre la población es asfixiante, aunque la apariencia es de absoluta libertad

Facebook, por ejemplo, tiene más de 2,5 mil millones de usuarios en todo el mundo, es decir, un tercio de la población mundial. Acceso a los gustos, aficiones, creencias religiosas, inclinaciones políticas, profesión, familia, viajes… ¿qué servicio de inteligencia ha tenido alguna vez en la historia esa golosina tan precisa al alcance de un clic?

Un exejecutivo de la compañía de Zuckerberg dice lo que en boca de otros es ridiculizado a diario al grito de conspiranoico. «Hay unas 150 personas que dirigen el mundo. Controlan la mayoría de los activos importantes, controlan los flujos de dinero. Y estos no son los empresarios tecnológicos, ahora van a ser desplazados durante los próximos cinco a diez años por las personas que están realmente detrás moviendo los hilos. Y cuando miras detrás de la cortina y ves cómo funciona este mundo, te das cuenta de que está injustamente preparado para ellos». No es un troll ni un bot ruso, sino Chamath Palihapitiya, que así lo denunció en la Universidad de Stanford el 10 de noviembre de 2017.

Este clima de censura y dominio total sobre la población es asfixiante, aunque la apariencia es de absoluta libertad, quizá por eso a la eliminación pública del disidente le llaman «cultura de la cancelación», que queda más fino. Que Fukuyama regrese ahora con “El liberalismo y sus desencantados” es una forma de reconocer que algo ha fallado, que además de las desigualdades de las que habla, la ideología oficial en realidad era mucho más que una teoría económica. Una visión del hombre como simple mercancía, un objeto de consumo intercambiable con cualquier otro aunque su cultura o religión sean diferentes. Ese espejismo de la globalización feliz, sin embargo, se ha visto eclipsado por la vuelta de los grandes estados-nación, como sostiene Adriano Erriguel.

El modelo ideal, el fetén, sigue flotando en la mente de los intelectuales que en el fondo piensan que si antes no funcionó fue porque no estuvieron ellos

Como sucede con los comunistas más dogmáticos, los grandes entusiastas del capitalismo siempre se desligan de los desastres ocasionados por la aplicación de sus ideas: no es el verdadero liberalismo, sino en lo que ha derivado. Igual que las matanzas por millones de Stalin en la URSS, el genocidio de Mao en China o el de Pol Pot en Camboya no son el verdadero comunismo (según tantos), que el mundo esté en manos de unos pocos y que un puñado de treintañeros de Silicon Valley tenga más poder que cualquier Estado europeo eso, por lo visto, nada tiene que ver con el neoliberalismo. El modelo ideal, el fetén, sigue flotando en la mente de los intelectuales que en el fondo piensan que si antes no funcionó fue porque no estuvieron ellos. Se llamen Fukuyama o Ernesto Laclau.

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