Fuente: Gaceta.es

No se presentan a las elecciones pero sus demandas acaban en el BOE. Que Pablo Iglesias denunciara -cuando surgió Podemos- el chalaneo bipartidista con las puertas giratorias, la influencia de lobbies, bancos y empresas energéticas en el parlamento o la sumisión de los medios comprados, y luego remedara algunos de esos vicios, no invalida el argumento, sino al denunciante.

La verdad, la diga quien la diga, es que hay una confluencia de intereses entre los dos grandes partidos y fuerzas extramuros de distinto pelaje que influyen notablemente en la dirección del Estado. En demasiadas ocasiones los diputados votan leyes cocinadas desde oscuros despachos por grupos de presión. Nada nuevo, por otra parte, en política. 

Sin embargo, cabe preguntarse por la legitimidad del proceso. Sobre todo ahora que escuece la falta de independencia de un poder judicial que agoniza sometido al ejecutivo y legislativo. La costumbre se hace ley pero es, sobre todo, la ley la que hace la costumbre.

Por eso los partidos políticos se reparten los jueces en un cambalache normalizado desde el entierro socialista de Montesquieu en 1985. Una anomalía en la que ahora se incide a menudo. (Por cierto, este mercadillo de togas en que PP y PSOE han convertido al CGPJ ha espoleado a Urkullu, que ya reclama su propio poder judicial vasco. Con las escuelas y cárceles controladas, al PNV sólo le faltaban gudaris togados al servicio de la causa).

Se habla menos, por el contrario, del sometimiento del legislativo a factores externos. A organismos supranacionales, consejos de administración de compañías del Ibex, oenegés, fundaciones… Todos redactan en la sombra. Intereses que mutan en ley, una especie de fotosíntesis legislativa que convierte el interés particular en papel gracias al calor de escaño y moqueta. 

Hace unos días el presidente de un poderosísimo club de fútbol se reunió con el flamante líder de un partido político para que retirase unas incómodas enmiendas a la ley del deporte que obstaculizaban su nuevo negocio. Logrado el objetivo, el dirigente también torció el otro brazo del mismo cuerpo bipartidista. Sin esas amarras, nada impedirá un futuro con gigantes cada vez más ricos contra medianos y pequeños cada vez más pobres. ¿Nos suena?

Tampoco es casualidad que mientras en España nadie saliera a la calle, en Reino Unido o Italia (tierras del Brexit y la reciente victoria de Meloni) las protestas fueran masivas cuando conocieron el proyecto –la superliga– que pone en riesgo sus competiciones nacionales.

Esta misma semana se ha conocido que la Guardia Civil relaciona a George Soros con una aplicación para impulsar un nuevo referéndum separatista en Cataluña. Los agentes investigaron las actividades del ‘CNI catalán’ y, en concreto, la elaboración de una aplicación informática llamada Vocdoni destinada a organizar elecciones seguras. Uno de los “socios clave” detrás de la aplicación, según la Guardia Civil, es la fundación Open Society, propiedad de Soros.  

Por mucho que tachen de conspiranoico a quien señala las actividades de Soros, es indiscutible la financiación del magnate a causas como la inmigración ilegal masiva o el separatismo, ambos tentáculos del proyecto globalista. La influencia del magnate también se aprecia dentro de las instituciones, como los 12 jueces del tribunal europeo de derechos humanos vinculados a su fundación. Además, Soros fue la primera persona que Sánchez recibió en la Moncloa, una reunión que el líder socialista jamás ha explicado.  

Quizá las mayores conexiones entre un lobby y la política se produzcan a cuenta del cambio climático. El año pasado este grupo de presión sacó adelante en el Congreso la ley que prohíbe explorar y explotar nuestros propios recursos naturales. Como todo movimiento poderoso, el climático invierte más en lavar su imagen y comprar voluntades que en ciencia, de ahí su apariencia verde, simpática y comprometida con el planeta. Una fachada que oculta que la aplicación de sus postulados (voladura de centrales nucleares y térmicas, impuestos a la emisión de CO2…) ha arrastrado a la dependencia -pobreza- energética a países como España, donde pagamos la gasolina, la luz y el gas a precio de oro.

La propaganda climática es tan potente a través de medios de comunicación, empresas, colegios, universidades, ¡y hasta el Vaticano!, que al movimiento se le tolera una cara B que destroza obras de arte y ataca edificios oficiales sin que le llamen terrorista. Peor, claro, es que a uno le digan negacionista. 

También es recurrente la etiqueta de homófobo, que se emplea a quien osa discutir los planteamientos LGTBI. Desde hace más de una década el rodillo arcoíris ha extendido sus tentáculos en las legislaciones de la mayoría de naciones occidentales. A las leyes de primera generación (matrimonio gay) le han seguido otras como la trans. Aunque no son iguales, ambas tienen algo en común: no tuvieron respaldo en las calles, lo que nos recuerda que cualquier norma puede salir adelante aunque la sociedad no la demande. El lobby, así, pasa por encima del pueblo como si la historia ya estuviera escrita y el parlamento fuera puro atrezo. 

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