Por Carlos Esteban – gaceta.es

Anarcotiranía es el nombre del juego al que casi todos los gobiernos de Occidente juegan ahora. Usted, apuesto mis ingresos de un mes, vive bajo la anarcotiranía, aunque nunca haya oído la palabra, aunque el gobierno bajo el que viva lleve la etiqueta de izquierda o la de derecha, porque los nombres siempre sobreviven a los conceptos.

Anarcotiranía significa tiranía para unos, los ciudadanos, digamos, normales, los cumplidores de la ley, la mayoría social, a los que se imponen las normativas más liberticidas, más inconcebiblemente restrictivas, más costosas y empobrecedoras; y anarquía para los otros, para los que mandan y para sus grupos protegidos, las «víctimas certificadas», las tribus que constituyen la fuerza de choque del progresismo. La anarcotiranía tiene precisamente su excusa en la «ampliación de derechos» –a costa de todos los demás– de esos grupos protegidos, de esas mascotas del poder.

Anarcotiranía, en toda su crueldad, es lo que acaba de disponer el Tribunal Supremo de Texas (un estado gobernado por un republicano, un estado «conservador») en el caso de un hombre que lleva años luchando para que no apliquen la castración química a su hijo, menor de edad, con la excusa de que la madre, que tiene la custodia, ha decidido que, en realidad, es una niña.

Jeffrey Younger ha perdido el caso en el alto tribunal en una demanda interpuesta para evitar que su exmujer se llevara al hijo de ambos a California, donde podría hacer la transición médica. Younger, que lleva años luchando, dice que ya lo ha intentado todo y no le queda más por hacer. La suerte está echada.

En 2019, un jurado de Dallas se pronunció contra Younger, el padre que está intentando proteger a su hijo, entonces de 7 años, James, de la castración química inherente a la «transición» al género femenino. Eso significa que la madre de James, Anne Georgulas, podrá seguir adelante con su intención de convertirlo en «Luna», ahora con el respaldo de las autoridades para empezar a tratarle con bloqueadores de la pubertad y, más adelante, con tratamientos hormonales que deberá mantener toda su vida si eligiera seguir ese camino.

Más humillante aún, es probable que el veredicto también signifique que Younger quede obligado a «afirmar» a James como «Luna» e incluso asistir a clases de «concienciación» transexual. Porque ese es el detalle de verdadero sadismo que incluye la legislación trans, incluida la ley de Irene Montero recién aprobada en España: no basta con «tolerar»; hay que «afirmar». Al antiguo tirano le bastaba nuestra obediencia; el de hoy, exige nuestro entusiasmo.

«El Tribunal Supremo se ha opuesto a mi demanda, rescindiendo efectivamente mi patria potestad. Mis hijos pueden ya ser castrados químicamente en California. Texas es un imperio de abuso infantil, dirigido por jueces de Texas», ha declarado Younger. Esto, después de que la jueza Kim Cooks decretara que ambos padres deberían tener una «tutela de gestión conjunta», en la que cada uno pueda tener «opinión en su tratamiento médico».

Younger había emitido una petición el 16 de diciembre para tratar de conservar sus derechos de paternidad después de que su exesposa se llevara a los niños a California.

Desde el pasado domingo, California tiene en vigor una ley que establece que los niños en ese estado no serán devueltos a su estado de origen en caso de que el estado de origen impida que los niños hagan la transición médica para presentarlos como del sexo opuesto.

Porque el pequeño James no puede votar, no puede beber alcohol o fumar, no puede conducir, no puede emprender acciones legales por su cuenta; ni siquiera puede ir a una excursión del colegio sin permiso de sus padres, porque el Estado entiende, siempre ha entendido, que no tiene edad para tomar decisiones cuyas consecuencias no está maduro para comprender y consentir. Y, sin embargo, la ley le da el poder de decidir sobre algo que, además de imposible, tendrá efectos irreversibles para el resto de su vida.

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