Por Juan Ignacio Cortés (@JuanICortes), colaborador de Amnistía Internacional
El horror del genocida del Jemer Rojo: Año Cero en Camboya
El 17 de abril de 1975 las tropas del Partido Comunista de Kampuchea, más conocido como Jemer Rojo, entran en Phnom Penh, la capital de Camboya, derrocando el corrupto régimen proamericano del general Lon Nol. Ese mismo día, obligan a los cerca de tres millones de habitantes de la ciudad a desalojarla. Era el primer acto de un régimen genocida que, en apenas tres años y ocho meses, acabaría con la vida de entre una quinta parte y un tercio de la población camboyana.
Locura utópica, el devenir del Año Cero
Locura utópica, sí, pero locura al fin y al cabo. Tras entrar en Phnom Penh, los jemeres rojos proclamaron el Año Cero de una nueva era. Para demostrar que sus proclamas iban en serio, volaron el edificio del banco nacional, quemaron todo el papel moneda, requisaron todos los vehículos y cerraron todos los hospitales.
Sin tomarse un respiro para disfrutar de la victoria, y aduciendo el peligro de un bombardeo estadounidense, ordenaron a la población de tres millones de personas a evacuar la ciudad. A la una de la madrugada, con las calles ya vacías, cortaron el suministro de agua.
Los jemeres rojos quisieron “purificar la sociedad camboyana y crear un hombre nuevo inspirado en los valores del maoísmo. Un hombre nuevo comunista, campesino, no contaminado por el capitalismo ni el individualismo”. Y quisieron hacerlo inmediatamente.
No solo no lo consiguieron, sino que el intento se cobró la vida de entre 1,5 y 2,2 millones de personas, entre la quinta y la tercera parte de la población de Camboya.
Horror, el infierno de los jemeres rojos
Las fotos, las historias y las cifras que documentan la trayectoria del régimen jemer –el Angkar, “la organización”– hablan de un horror casi absoluto y totalmente disparatado, de un intento de reducir a cenizas todo lo conocido para construir una nueva sociedad.
En pocas semanas, las ciudades camboyanas fueron vaciadas, y la población trasladada a comunas agrícolas en donde trabajaban 10, 12, 14 horas, descansando tan solo cada diez o quince días. Se impuso un estricto control sobre las relaciones personales y se prohibió cualquier manifestación religiosa. Se celebraron miles de matrimonios forzados.
Cualquier persona sospechosa de haber formado parte de la administración del régimen anterior fue ejecutada. Cualquiera sospechosa de tener educación –la gente que usaba gafas, por ejemplo–, ejecutada. Entre el 60% y el 80% de los miembros de las fuerzas armadas y más del 50% de los diplomados que existían en el país perecieron bajo el nuevo régimen.
El hambre fue utilizado como arma de control social. Se destruyeron árboles frutales para que la gente no pudiera tener acceso a otra comida que la aguada sopa de arroz que proporcionaba la comuna. Miles de personas que no pudieron resistir las marchas (muchas fueron trasladadas en varias ocasiones) fueron abandonadas a su suerte. Abundaron los cadáveres esparcidos al borde de los caminos.
De las decenas de millares de muertes que causó el régimen, muchas fueron por hambre, agotamiento o desesperación. Otras muchas, por la violencia de los jemeres rojos, que fusilaron o, más a menudo, degollaron o golpearon hasta la muerte a miles de personas para ahorrar balas.
Las personas no importaban, solo era importante el ideal de una nueva sociedad. Se hizo tristemente famoso el lema “perderte no es una pérdida y conservarte no tiene ningún valor”, con el que los jemeres rojos amenazaban a quienes mostraban un atisbo de resistencia.
Paranoia, la demencia de un régimen asesino
El régimen sospechaba de todos. Pol Pot, el hermano número uno, hablaba constantemente del “enemigo oculto”. Las purgas fueron continúas. Se calcula que el 50% de los jemeres rojos fueron ejecutados por sus compañeros. Cualquier tentación de piedad que carceleros o torturadores pudieran tener fue bloqueada por el miedo, pues también ellos estaban en el punto de mira.
Se hizo tristemente famoso el lema “perderte no es una pérdida y conservarte no tiene ningún valor”, con el que los jemeres rojos amenazaban a quienes mostraban un atisbo de resistencia.
Los jemeres rojos convirtieron un pequeño país de ocho millones de habitantes en un inmenso campo de concentración en el que todos eran prisioneros.
La magnitud del horror –del autogenocidio, como le denominan algunos– se pueden intuir en centros de la memoria como la prisión de Tuol Sleng, a las afueras de Phnom Penh, donde se apilan calaveras y huesos de las víctimas de este centro de tortura tras vitrinas de cristal. Las paredes están cubiertas con las fotos que los jemeres tomaban antes y después de la ejecución de sus víctimas.
En Tuol Sleng murieron unas 16.000 personas. Solo siete sobrevivieron. Tristemente, no fue un caso aislado. El Centro de Documentación de Camboya tiene registradas cerca de 20.000 fosas comunes en todo el país.
Una siniestra partida de ajedrez
La barbarie comenzó antes del Jemer Rojo y continuó después. Camboya estaba en el corazón de un endiablado tablero de ajedrez en el que se jugó una de las partidas más duras de la Guerra Fría.
A finales de los setenta, los americanos comenzaron a bombardear el territorio camboyano para desmantelar la llamada ruta Ho-Chi-Minh, que los guerrilleros del Vietcong utilizaban para atacar Vietnam del Sur.
Las más de 500.000 toneladas de explosivos lanzadas por la aviación norteamericana, dieron alas a la guerrilla comunista del Jemer Rojo, que pasó de unos 4.000 miembros a comienzos de los setenta a unos 40.000 en pocos años, y tomó finalmente Phnom Penh el 17 de abril de 1975.
Pero la partida de ajedrez continuó.
El “orgullo nacionalista” del Jemer Rojo le llevó a masacrar a la población de origen vietnamita y a atacar Vietnam. A la animadversión vecinal se unió la política: los dos regímenes eran comunistas, pero pertenecían a ramas enemistadas de la familia: los vietnamitas eran pro-rusos; los camboyanos, pro-chinos.
A finales de los setenta, Vietnam invadió Camboya en una operación relámpago. El 7 de enero de 1979 sus fuerzas ocupaban Phnom Penh, poniendo fin al régimen del Jemer Rojo. La espiral de muerte y desolación no se detuvo. La guerra contra la ocupación vietnamita sumaría decenas de millares de víctimas a una lista ya larga.
Los Acuerdos de París de 1991 crearon un atisbo de paz, pero la negativa de los jemeres rojos a participar en las elecciones de 1993 reactivó el conflicto. Tan solo en 1997 la mayoría de los jemeres rojos, cansados de más de 30 años de guerra y horror, depusieron las armas. Pol Pot fue arrestado por sus compañeros y murió un año después.
Fin de la impunidad, los jemeres rojos se sientan en el banquillo
Algunos años después, en 2005, un equipo de televisión española visitó Camboya. El reportaje Utopía y horror muestra una nación desecha, infestada de minas antipersona que continuaban segando las vidas de miles de personas al año.
El obispo de Battambang, el jesuita español Enrique Figaredo, un veterano misionero con décadas de experiencia en Camboya, contó a TVE que el país seguía roto psicológica y socialmente: “todos desconfían de todos, porque todos denunciaron a todos. Hay una huella terrible en la sociedad”.
Los periodistas hablaron con varios exdirigentes jemeres, responsables de miles de muertes, que campaban a sus anchas por el país. A la locura, el horror y la paranoia que caracterizaron el régimen del Jemer Rojo, hay que añadir una cuarta palabra: impunidad.
Solo en 2005 comenzaron a funcionar las Salas Especiales de los Tribunales de Camboya encargadas de juzgar sus crímenes. Desde entonces, tres personas han sido condenadas.
Las últimas sentencias se dictaron en 2018, casi 40 años después del fin del terror jemer. Nuon Chea, de 92 años, el “hermano número dos”; y Khieu Samphan, de 87, el “hermano número cuatro”; fueron declarados culpables de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. Ambos cumplían ya sendas penas de cadena perpetua, tras haber sido encontrados culpables de crímenes de lesa humanidad en un juicio celebrado en 2014.
Con anterioridad, en 2010, Kaing Guek Eav, conocido como Duch, fue hallado responsable de la muerte de al menos 12.272 hombres, mujeres, niños y niñas entre 1975 y 1979 mientras dirigió la “S21”, una cárcel secreta del Jemer Rojo. Duch fue declarado culpable de crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra y condenado a cadena perpetua.
Las reticencias del gobierno camboyano –temeroso de que un juicio masivo contra centenares de personas responsables de atrocidades durante el régimen del Jemer Rojo pudiera originar un nuevo conflicto– hicieron que tan solo tres ancianos –seis sin contamos a Ieng Sary y su esposa Ieng Thirith, quienes murieron bajo custodia antes de escuchar su sentencia, y Ta Mok, conocido como “El Carnicero” y directo sucesor del mando a la muerte de Pol Pot, que murió en 2006 estando en prisión– respondieran del asesinato de entre una tercera y una quinta parte de la población camboyana.
Actualmente, si Meas Muth, exjefe de la Marina del régimen, y Yim Tith, el que fuera jefe del Sector 13 (actual provincia de Takeo), son considerados altos cartos también serán juzgados por genocidio y crímenes contra la humanidad.
El director de Amnistía Internacional para el sureste asiático, Nicholas Bequelin, al conocer el resultado del segundo y último juicio, aseguró: “Es una justicia amarga. El mundo llevaba demasiado tiempo esperando este momento. Décadas después de los crímenes y 13 años después de su establecimiento, las Salas Especiales deberían haber logrado mucho más”.