Por FRANCISCO JOSÉ CONTRERAS – La Gaceta de la Iberosfera
El Parlamento Europeo ha propuesto la inclusión del aborto en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE. La adición de «derechos» aberrantes está consiguiendo hacer odiosa una categoría jurídico-moral (la de derechos humanos) que ha hecho mucho bien, o que lo hizo hasta que la izquierda se adueñó de ella. La idea de los derechos humanos surgió —en Locke, en Voltaire, en el Bill of Rights de 1689, la Declaración de Independencia norteamericana o la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789— como reacción sensata a dos males: el siglo de persecuciones y guerras religiosas que ensangrentó Europa a partir de 1517 y el poder (casi) absoluto de los monarcas. La primera generación de derechos humanos —a la vida, a la libertad religiosa, a la libertad de pensamiento y expresión, a la propiedad privada, a las garantías jurisdiccionales…— estuvo compuesta de derechos «defensivos»: el individuo no exigía al Estado nada que no fuese ser dejado en paz (don’t tread on me). Por eso la Declaración de Independencia incluyó entre los «derechos inalienables de los que el hombre ha sido dotado por su Creador», no el derecho a la felicidad (o sea, la exigencia de que el Estado nos haga felices), sino el derecho a la búsqueda de la felicidad (cada uno con su propio esfuerzo).
Pero llegaron Marx y los suyos y decretaron que esas libertades eran «puramente formales» y que «la libertad burguesa es libertad para dormir bajo los puentes» (Anatole France); o en formulación más tosca de Stalin: «Si no tienes mantequilla, la libertad de pensamiento no te llevará muy lejos». Surgió así progresivamente la segunda generación de derechos humanos, los derechos económicos y sociales: derecho a la educación, a la sanidad, a pensiones, a un nivel razonable de bienestar… Los derechos de primera generación requerían la abstención del gobierno; los de la segunda, su intervención masiva. La positivación de los «derechos económicos y sociales» es lo que llevó a los Estados a su hipertrofia actual, con una recaudación fiscal que pasó de menos de un 10% a más de un 40% del PIB en un siglo, y con un número de empleados públicos que, en el caso de España, pasó de 800.000 en 1975 a 3,5 millones en la actualidad. El Estado del Bienestar abandonó el decimonónico «santo temor al déficit», abriendo una era de endeudamiento crónico (la deuda pública española representa hoy un 110% del PIB y sus solos intereses nos cuestan más de 30.000 millones anuales).
Más importantes que los efectos económicos son los psicológicos y morales: en los siglos XVIII y XIX, el sujeto de derechos era un ciudadano celoso de su autosuficiencia que cifraba su dignidad en ser capaz de proveer a sus propias necesidades (por eso Kant, por ejemplo, exigió la «independencia [económica]», Selbständigkeit, como requisito para la participación política). En los siglos XX y XXI, el Estado socialdemócrata ha acostumbrado a los ciudadanos a depender de la generosidad gubernamental para todos los servicios esenciales. En lugar de un emprendedor que sabe que tiene que arreglárselas por sí mismo, el ciudadano ha sido convertido en un lactante que espera el sustento de la teta estatal. Este «derecho al bienestar [a costa de otros]» ha producido también la crisis de la familia, que era la institución autoprovisora por excelencia. Las funciones (educativas, económicas o de cuidados) que antes proporcionaban las familias, ahora las proporciona el omnipresente Estado del Bienestar. Papá-Estado sustituyó al padre de carne y hueso. El español cree que puede permitirse el lujo de no engendrar hijos: el Estado estará ahí para sostenerle en su vejez.
Con el paso del Estado socialdemócrata al Estado woke, el ciudadano ya no tiene sólo derecho a la suficiencia material, sino también al bienestar moral y sexual. Ahora el gobierno ya no sólo tiene que garantizarnos sanidad, pensiones y educación, sino también cambio de sexo, anticonceptivos, inseminación artificial (pronto también «gestación subrogada», o sea, hijos aunque no tengamos cónyuge del sexo opuesto)… Sobre todo, el Estado debe garantizar nuestra libertad sexual infinita, que incluye el desembarazarnos de las posibles consecuencias genésicas de nuestras coyundas (o sea, el «derecho a la interrupción del embarazo»). Es así como los «nuevos derechos» han ido negando a los clásicos y verdaderos: el derecho al aborto ha desplazado al derecho a la vida; el «derecho al hijo» (vía inseminación artificial o vientres de alquiler), al derecho del niño a una familia formada por su padre y su madre (reconocido por el art. 16 de la Declaración Universal de Derechos Humanos); el «derecho al cambio de sexo», al derecho a la integridad física; el derecho a la «discriminación positiva» (cuotas y ventajas en función del sexo, la raza o la orientación sexual), a la igualdad ante la ley; el derecho a estar protegido frente al «discurso de odio», a la libertad de expresión.
El gran problema es que esta degeneración tiene tintes de irreversible: los derechos funcionan como religión laica y cualquier propuesta de «retroceso en los derechos» es anatema. Como ha escrito Anthony Daniels, «la misma palabra “derechos” tiene un efecto hipnótico sobre los que la emplean», convirtiendo deseos discutibles en exigencias sagradas e innegociables. «La noción de “los derechos” está tan firmemente anclada en la imaginación moral de la gente que su reforma se ha hecho políticamente imposible». La sociedad de los derechos convierte a sus ciudadanos en niños mimados, exigentes e ingratos (no agradeceremos lo que se nos da, pues «tenemos derecho» a ello: el mundo está en deuda con nosotros, no nosotros con el mundo).
En esto como en tantas otras cosas, existe el peligro de «tirar el niño con el agua del baño». Sí, la categoría de los derechos humanos se nos ha ido de las manos, pero no es una razón para desecharla sin más distingos. Recordemos que los derechos humanos surgieron como respuesta a las hogueras de las inquisiciones católica y protestante, y fueron relanzados en 1948 como respuesta a Auschwitz. La alternativa a la orgía nihilista de «nuevos derechos» no tiene por qué ser la renuncia a los derechos, sino su redimensionamiento en los límites razonables de los comienzos: derecho a la vida, derecho del niño a sus padres, derecho a la libertad religiosa, de pensamiento, de expresión y de educación, a un juicio justo, a la separación de poderes, a la igualdad ante la ley (incompatible con la «discriminación positiva»)… Occidente no perdió el rumbo en 1776, sino en 1917 y 1968.
Y hubo un tiempo en que el hombre creía que tenía antes que nada deberes, no derechos. Pero eso fue cuando se creía en Dios.