Fuente: Panam Post

Por Hugo Marcelo Balderrama

Cuando era un niño, allá a finales de los 80s, mi padre me matriculó en la escuela de fútbol más reconocida de mi ciudad, en realidad, era la única. El entrenador me dijo directamente: «No tienes condiciones para jugar fútbol, pero te puedes quedar para pasar el tiempo». Eso hice, pasé el tiempo corriendo lentamente detrás de un balón sin casi nunca tocarlo, pero tumbando a los otros niños por mi peso y fuerza.

Años después, descubrí que ser endomorfo, que era una desventaja para las disciplinas de velocidad, como el voleibol, o de alta estética, como el fisicoculturismo, era mi ventaja natural para los deportes de fuerza y contacto, por ejemplo, la halterofilia y el karate. Desde entonces jamás me separé de los fierros y mancuernas, incluso hoy, con 44 años, sigo entrenando varios días a la semana.

¿A que viene todo este cuento?

Porque mi generación creció aceptando los límites que te pone la vida, ya sean de condiciones físicas, económicas o de otra índole. Los X, que es como se conoce a los nacidos entre el 70 y el 80, no éramos caprichosos. Al contrario, aprendimos a usar nuestros talentos y hándicaps a nuestro favor.

Gregory Christopher Lukianoff, en su libro “Transformando la mente moderna”, explica que, a diferencia de los X, los millennials vivieron dos fenómenos igualmente perjudiciales:

  1. Padres sobreprotectores, por ejemplo, es muy raro el nacido en esa generación que haya tomado agua de una manguera o pasado horas bajo el sol.
  2. Educación formal envenenada de progresismo.

Padres sobreprotectores criaron niños, ahora adultos, que no aceptan un no, peor aún, incapaces de tolerar las frustraciones, no es de extrañar las altas tasas de diagnóstico de depresión.

Por su parte, la educación progresista no hizo otra cosa que llevar los caprichos juveniles a la esfera estatal y al diseño de políticas públicas basadas en sentimientos y deseos, verbigracia, las cuotas de género en las Fuerzas Armadas y otras instituciones de seguridad.

¿Resultados?

La reciente tentativa de asesinato del expresidente Donald Trump en Pensilvania expone una verdad innegable: la inclusión de mujeres en el Servicio Secreto, especialmente para funciones de alto riesgo, es una falla estructural, pues las agentes femeninas, a pesar de su valentía y determinación, no lograron actuar con la eficacia necesaria en un momento crítico, incluso una usó al expresidente como escudo.

Esto no es un defecto de la mujer: las mujeres simplemente no son hombres (y viceversa). Las mujeres no deben estar en primera línea de fuego, sus cuerpos, al igual que sus instintos, no están orientados hacia ese fin. No se trata de desmerecer al sexo femenino, sino que debemos reconocer que ciertas tareas exigen características predominantemente masculinas, como fuerza física y capacidad de mantener la calma y la eficiencia bajo presión extrema.

Las Valkirias, guerreras al servicio de Odín, son figuras mitológicas, pero la realidad es otra. Por ejemplo, el American College of Sports Medicine, explica que los hombres tienen aproximadamente un 50% más de fuerza en la parte superior del cuerpo y un 30% más en la parte inferior. Además, investigaciones publicadas en Public Library of Science demuestran que los hombres tienden a pensar y actuar más rápidamente en situaciones de emergencia o riesgo. Estas diferencias son fundamentales en escenarios que exigen respuestas rápidas y vigor físico, como la protección de dignatarios.

Es cierto que existen excepciones a la regla, pero son eso. Nada más peligroso que realizar análisis desde las excepciones, ya que una mariposa no hace verano.

Recuperar el sentido común empieza por reconocer que hombres y mujeres somos diferentes. Las damas, por mucho que el feminismo diga lo contrario, están diseñadas para dar vida. Nosotros, aunque el progresismo no lo quiera aceptar, estamos dispuestos a sacrificarla.

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