Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

Por Karina Mariani

Las autoridades francesas y olímpicas se mostraron satisfechas con la apertura de los JJOO, así que los creadores lograron agradar al financista. Pero lo que se dice transmitir, con el deporte como leitmotiv, un espectáculo que reúna la cultura de Francia, su riquísima historia y la belleza de su ciudad capital, conjugar la destreza y el esfuerzo del deporte; el glamour y la belleza de París y la innovación y sofisticación artística, bueno, eso no. Eso nos quedó en el tintero.

A diferencia de ceremonias anteriores, decidieron crear el espectáculo al aire libre, no en un espacio olímpico. Arriesgado, sí, porque llueve frecuentemente. Ahí todos entendimos, viendo las gotas en las lentes de las cámaras y a los atletas vestidos con bolsas de plástico, la razón por la que las ceremonias de apertura se hacían en los estadios. Como si esta prueba de voluntad del público no alcanzara, millones de espectadores pasaron largos momentos de sus preciadas vidas viendo transportarse a miles de atletas subidos a barcazas. Todos cruelmente apretados, impedidos de mostrar cualquier destreza física más allá del olímpico ánimo de agitar frenéticamente su banderita.

Esta monotonía de ver pasar decenas y decenas de barcos cargados de delegaciones, parsimoniosamente por el Sena, puede dejar en trance a cualquiera. Es posible que esa sea la razón por la que ocurrieron tantos equívocos impensados, errores con los nombres de países, izar la bandera olímpica al revés y apelar a ese cliché secular de John Lennon, la famosa Imagine. Claro que si uno va a perder tantos momentos de su vida viendo discurrir cada país en su respectivo barquito, la idea de imaginar que no existan más países termina cobrando renovado sentido.

Pero entre los diversos momentos artísticos, una representación viva de la Última Cena, el fresco de Leonardo da Vinci, fue lo que causó la mayor controversia. En tiempos de reescritura de la historia, es posible que las autoridades nieguen la alusión al cuadro religioso pintado sobre la pared de una iglesia a fines del Siglo XV. Pero la alegoría se hizo y hay que hacerse cargo. La parodia contaba con distintos intérpretes, mayormente drag queens, y el escenario era un puente sobre el río. Los artistas se dispusieron alrededor de una mesa que a la vez hacía las veces de pasarela. En el centro, una señora de gran volumen, enfundada en ropas minúsculas y con una corona con halo celestial hacía muecas frente a un equipo de DJ. A sus lados, las drag queens y otros intérpretes hacían contorsiones de improbable sensualidad. El hacerlo en vivo jugó algunas malas pasadas, a algunos se les escapaban los testículos debajo del vestuario, algunos mostraban su desnudez en perversa cercanía con personajes que no parecían ser mayores de edad.

El banquete de la cena era una bandeja de la que salía una especie de pitufo sobrealimentado que también quería ser sexy, en un esfuerzo de autoestima encomiable. El hombre cantaba, o algo así, y trataba de deslizarse tanto como su índice de grasa corporal y la lluvia se lo permitían. El fresco fue así burlonamente emulado, aunque a la pasarela le sacaron el jugo otros intérpretes que no podían lograr un playback medianamente digno ni una coreografía digna de llamarse así.

Cualquiera que haya visto espectáculos de transformismo profesionales podrá dar cuenta de un despliegue de vestuario, playback y danza muy trabajados. Otras ceremonias espectaculares contaron con cantantes gays y artistas con sobrepeso, todos ellos actuaron ahí por su talento y no por un rasgo identitario, el talento era la condición. Pero esta vez no fue así. Los principios establecidos para los Juegos Olímpicos de 2024 son: comunidad, diversidad y colectivo. Nada sobre el mérito, nada sobre el talento. Nada nuevo, por cierto. Los últimos espectáculos de orden mundial vienen repitiendo el modelo: la Super Bowl, los Juegos de la Commonwealth han trocado la calidad por el mensaje político. Esto ni siquiera debería ser excluyente, por más reprochable que la intrusión del adoctrinamiento ideológico resulte. Pero la mala calidad también es un mensaje. Eso y la llamativa simbología que se exhibe y que se ha vuelto cada vez más extraña. Una María Antonieta sin cabeza, cosas quemadas que no se entiende por qué venían al caso, un becerro en dorado y un jinete cadavérico en majestuoso caballo apocalíptico.

Depende de cada uno creer o no en el poder de la simbología. Y también depende de cada uno pensar en el objetivo que la exhibición de esa simbología tiene de parte de los creadores y de sus financistas. Pero lo que no es tan opcional es el hecho de que esa simbología, esa parodia, esa representación sin calidad, sin cuidado y sin destreza están tratando de decirnos algo: Los JJOO ya no tienen como objetivo presentar a los mejores deportistas del mundo y sus disciplinas; sólo imponer el imperialismo cultural woke, omnipresente, pertinaz, incesante, intrusivo. No importa que no tenga relación, no importa que no tenga calidad, que sea improvisado, tosco, chocante. Importa que invada, que asfixie, que gane por agotamiento. Lo que se vio en la ceremonia de apertura fue la exhibición del poder de la hegemonía. No existe nada más.

Estas wokeolympics no han dejado una molécula sin infectar. El menú de la Villa Olímpica es mayoritariamente vegano para «reducir la huella de carbono». Una trastornada dieta para atletas que reniega de las proteínas. Además, los atletas han documentado sus incómodas camas de cartón que forman parte de una estrategia de sustentabilidad. El comité organizador ha reducido el número total de muebles con el objetivo de utilizar al menos un 15% de materiales reciclados. El mobiliario de la villa tiene mesas fabricadas con gallitos de bádminton, edredones de tela de paracaídas y sillas hechas con tapones de botella reciclados. El postureo es la verdadera competencia, el deporte es lo de menos.

El director de esta trama es Emmanuel Macron, que declaró un impasse político en medio de la crisis que vive Francia. Pero esta tregua también es ficcional, el verdadero enemigo de Francia atacó con éxito la red ferroviaria horas antes de la apertura. Los franceses de a pie tuvieron un día negro mientras Macron se pavoneaba ante las cámaras, este espectáculo panfletario sólo es inclusivo para unos pocos. Macrón barrió la basura de su desgobierno bajo la alfombra. Subió a los inmigrantes y a los homeless a micros y los trasladó fuera de los ojos de los visitantes y los medios. Valló la ciudad hasta convertirla en una ratonera. Pero el caos sigue más allá de los confines de su palacio. Francia parece un déjà vu de sí misma, una broma de mal gusto.

Y lo humorístico ha cobrado, a raíz de la ceremonia, especial protagonismo. El genial comediante Rowan Atkinson ha popularizado la frase: «Cada broma tiene una víctima». Lo hizo en el marco de la defensa del humor y la irrestricta libertad de expresión y contra la cultura de la cancelación. Sostuvo también que: «Todas las religiones merecen la misma libertad de culto y práctica, pero ninguna merece el derecho a estar libre de críticas». Ciertamente esto ha sido válido para el cristianismo. Cualquiera puede hacer bromas sobre cualquier aspecto de la vida de Jesús y sobre las creencias de sus seguidores. Muchos cristianos se ofendieron por la representación de la Última Cena. Están en su derecho. Ninguno usó la violencia para expresar su enojo. Esa es la cultura y los valores que se formaron en occidente, en gran parte gracias al cristianismo.

En las ‘wokeolympics’ no hubo problemas en burlarse de la Última Cena. Usar símbolos sagrados del cristianismo está permitido. Pero cuando los creativos de Charlie Hebdo hicieron una sátira sobre el Islam, lo pagaron con sus vidas, y el mundo woke lo justificó. En París en 2024 nadie se atrevió a burlarse del Islam. El wokismo tampoco permite el humor sobre ninguno de sus colectivos asociados. Está penalizado burlarse del feminismo, del indigenismo, del veganismo, del ecologismo, y de cualquier «ismo» que sea de su propiedad. En otro pasaje de su apología sobre el humor, Atkinson decía: «Me parece que el trabajo de la comedia es ofender, o tener el potencial de ofender, y no se le puede quitar ese potencial. Cada broma tiene una víctima. Esa es la definición de una broma. Alguien, algo o una idea se hace quedar en ridículo». El problema con la Ceremonia de Apertura de los JJOO 2024 es que la asimetría en el potencial de ofender delimita el autoritarismo de una ideología que está dominando todo el sistema simbólico occidental. No hay riesgo en burlarse del cristianismo. El riesgo es burlarnos de todo lo que implica el wokismo.

El humor ha sido siempre una herramienta del pueblo llano, la forma de perderle el miedo al tirano. No podemos hablar de sociedades libres, justas y diversas si el humor es cobarde y sólo pinta por dentro de las líneas de lo que determina el amo. Lo que ofende de la ceremonia es la asimetría, la hipocresía, la censura. Pero hay que sacar algo bueno del ruinoso espectáculo que quedará en nuestra memoria. Gracias al previsible, cobarde y torpe espectáculo de la apertura de los JJOO de Francia se no abre una oportunidad única. La de recuperar el humor que el wokismo borró durante los últimos años. Es hora de reírnos de nuevo, de burlarnos de su ideología procaz y ridícula. La risa subversiva es la esperanza y es una necesidad urgente. El humor siempre fue un arte peligroso y difícil, no apto para tibios ni timoratos. El humor es criptonita para quienes intentan controlar el pensamiento. Es hora de recuperar la burla como herramienta, sólo el humor más descarnado podrá combatir a la corrección política.

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