Fuente: La Gaceta de la Iberosfera

Por Karina Mariani

Sombríos pronósticos para Gran Bretaña. Los disturbios se han extendido por las ciudades y pueblos, en el peor brote de conflicto civil en años, tras el asesinato de Bebe King, de seis años, Elsie Dot Stancombe, de siete, y Alice Dasilva Aguiar, de nueve, en un ataque con arma blanca en una clase de danza inspirada en Taylor Swift, el 29 de julio. La Policía ha realizado cientos de arrestos por esos disturbios y la élite bienpensante logró poner el foco noticioso en los disturbios. De izquierda a derecha, el problema ahora son los disturbios y no la facilidad con la que se puede matar a la cría de una sociedad. Si el problema es la reacción y no la muerte de la cría, no hay solución posible.

Southport es el final del barranco de una serie de masacres a cuenta de una forma de entender la política y la vida cívica, de cuyas consecuencias estuvo prohibido hablar (y pensar) por décadas. Aún cuando evitemos adjetivar, categorizar o ubicar ideológicamente a esa forma de entender el mundo, algunos aspectos deben ser considerados. Los autores de estas masacres atacan con abrumadora facilidad a niños inocentes. La inocencia, la debilidad es un objetivo primordial en una contienda civil. Southport es el símbolo de la memoria acumulada de esta realidad insoslayable.

No es a los fines de escandalizar sino de argumentar que se hace necesario el siguiente párrafo histórico:

En Rotherham, al norte de Inglaterra, desde finales de la década de 1980 hasta 2013, 1.400 niñas fueron salvajemente violadas y esclavizadas por bandas de británicos-pakistaníes. Las víctimas pertenecían a todas las clases sociales. La primera condena de estos chacales se produjo en 2010, cuando cinco hombres fueron encerrados por delitos sexuales contra niñas de entre 12 y 16 años. El periodista Andrew Norfolk, del Times, informó en 2012 de que el abuso era generalizado y que la Policía y las autoridades lo sabían desde hacía más de diez años. Existieron varios informes y publicaciones sobre el infierno de Rotherham desde entonces, el control psicológico de estas bandas sobre las víctimas fue absoluto y cuesta pensar que esa red criminal no tuvo aglutinador en el marco logístico y cultural por parte de los perpetradores. Para hacer un mal tan horrendo, tan extenso y tan duradero se necesita organización y justificación «moral». The Times advirtió que redes de delincuentes similares existían también en Bradford, Birmingham, Blackburn, Derby, Manchester, Rochdale u Oxford. Rotherham era la punta del iceberg.

Los ejemplos en los expedientes causan verdadero pánico: una adolescente de 15 años pasó semanas en el hospital después de que le introdujesen una botella rota en la vagina. Una niña de doce años fue marcada en el culo por un hombre de 31 que usó un metal ardiendo para dejar marcada su inicial. «Le pertenecía y si me acostaba con otro sabrían que era de su propiedad», no sólo tenía que satisfacer a su violador y aguantar sus palizas. También tenía que complacer a los amigos de éste en su cumpleaños. En ocasiones era obligada a mantener relaciones con varios hombres a la vez. Los extraños pagaban a su «amo» hasta 400 libras por poder pasar un rato a solas con la «niña blanca con piel de bebé». Los casos son a cual más aterrador, se suceden los golpes, ataques con armas de fuego o blancas, rociaduras con combustible. Cuesta mantener la cordura frente a la consecución de casos.

Desde 1997 la sociedad británica eligió mirar para otro lado. Las culpas recaen sobre la Policía y las autoridades competentes y políticas y está bien que así sea, pero no es dable creer que el resto de la comunidad no viera cómo se llevaban a las niñas de la escuela, de sus casas, de las calles, y las devolvieran destrozadas. Hablamos de más de 1.400 casos documentados. Esa culpa ignominia está tallada en la memoria británica. Hablamos de una comunidad que prefirió sacrificar a sus hijas a ser acusada de racismo. Para que el caso Rotherham existiera desde los años 90, es necesario que esa comunidad adquiriera esa moral perversa, y esa política suicida al menos dos décadas antes. La pregunta que cabe para entender lo que pasa en Gran Bretaña hoy es: ¿cuánto tiempo hace que esa sociedad está muerta?

De la orgía de sangre en Stockport sabemos poco y mucho. Sabemos que el asesino está protegido por la interseccionalidad woke, por eso al comienzo no se daban datos de su persona, por eso los rumores, por eso los malabares de las autoridades. Por eso, cuando aparece la versión oficial de que se trataba de un hombre de 17 años nacido en Gran Bretaña de padres inmigrantes, la aclaración oscurece. Por eso, cuando la versión oficial apunta a problemas mentales del asesino la aclaración oscurece más: porque las tres niñitas masacradas a cuchilladas son la viva expresión del fracaso del multiculturalismo y del abolicionismo, todo junto. Porque hay hijos de inmigrantes de segunda y tercera generación en Gran Bretaña que son mil veces más fanáticos odiadores radicalizados que los que están llegando, y porque sus trastornos mentales son una bomba de tiempo que no se puede desactivar. Porque el problema no es sólo los que llegan de a cientos de miles hoy, el problema son los que hace medio siglo viven allí odiando salvajemente.

En estos días, miles de personas han participado en manifestaciones y disturbios, en muchas zonas del país el malestar se comenzó a evidenciar incluso antes de los hechos de Stockport. Bastaron unas pocas horas de protesta antiinmigratoria para que el primer ministro, Keir Starmer, se convirtiera en un tirano en toda línea y comenzara a perseguir la libertad de expresión y a los manifestantes. La Policía que es incapaz de detener a un criminal propalestino que ataca, vanzadliza y amedrenta, es tremendamente eficiente para atrapar a gente que hace un posteo en redes o se lanza a la calle reclamar por la muerte de tres niñas. Elon Musk, o cualquier personaje con influencia que critique al flamante gobierno británico o que se pronuncie a favor de los manifestantes, es considerado por las élites un peligro para la democracia.

El primer ministro llamó «matones de extrema derecha» a los manifestantes y prometió ir contra ellos, aprovechando el uso de reconocimiento facial. Sus palabras parecían el sueño húmedo de Xi Jinping. El posicionamiento del gobierno británico es clave para entender lo que vendrá, y sobre todo sirve para comprender las raíces de este drama, porque reafirma el sentimiento de los grupos de inmigrantes o de los grupos guetizados respecto de que la sociedad de acogida les debe «algo», y de que su resentimiento está justificado por la existencia de una subterfugia cultura extrema a cuyos miembros está permitido masacrar. También les refuerza la convicción de que se trata de una cultura tan decadente que ni siquiera se respeta a sí misma.

Ciertamente, la población que representa la cultura occidental está en declive demográfico y ya es una minoría en ciudades importantes. Pronto, muy pronto será minoría en el país. Esa minoría puede creer que aún en el declive formará parte de un universo social diverso, pero es evidente que se trata de un espejismo, sólo es necesario observar el nivel de «inclusión, diversidad y respeto a los derechos humanos» que existe en las sociedades islámicas para entender cuál es el ordenamiento que se puede esperar. Aquí nadie está ocultando nada. Quienes se enardecen contra los manifestantes de «extrema derecha», hablan como si el ordenamiento que propone el islamismo fuera a ser una república woke. Vaya uno a saber cómo imaginan su vida bajo la sharia.

El pueblo llano británico ha votado en contra de esto muchas veces, pero aquellos a quienes eligieron porque prometieron atacar el problema los traicionaron a repetición. Como sucede muy a menudo en el resto de occidente, cuando los ciudadanos votaron contra la política que pretende mezclar de arriba para abajo el islam con las sociedades occidentales, las formaciones políticas, como el Partido Conservador británico, empeoraron la situación permitiendo que toda la agenda woke-islamista se haga callo en el sistema. Es perentorio reconocer que la hegemonía progresista se toma mucho más en serio su trabajo cuando gobierna, son mejores soldados de esas guerras culturales de las que a la derecha le gusta tanto cacarear.

La reacción social contra esta traición se nutre de una sensación de miedo, inseguridad, arbitrariedad. Las reacciones que estamos viendo, desde manifestaciones hasta disturbios son la consecuencia y no la causa del desastre. Negarlo es injusto y además estúpido. Claro que cuando la gente reacciona en masa es peligroso, claro que ocurren sinsentidos, injusticias, acciones violentas. Claro que los vándalos de profesión se infiltran y claro que la política va a aprovechar lo que sea que suceda en su beneficio. Esa es la razón por la que son necesarios ordenamientos, instituciones, leyes. Pero llega un momento en que los ordenamientos, las instituciones y las leyes están tan degradados que no se diferencian de las malas alternativas. El peligro de que el pueblo reaccione desbordadamente a la matanza de sus crías no puede ser más importante que la matanza misma. ¿Por cuánto tiempo creen las élites que van a tener a un grupo sujeto a intensos niveles de exterminio, confiscación, control y regulación mientras sufre la injusticia de enfrentarse a cotidiano con otro grupo que no sólo no teme a la autoridad sino que es apañado por esta?

La inmigración sin normas y subsidiada va a continuar, los planes para abordar el problema son ridículos, ineficaces o infantiles. La comunidad musulmana no se va a integrar, no lo ha hecho hasta ahora y ya no hay incentivos ni le encuentran el sentido. Son más los musulmanes británicos que se unen a organizaciones yihadistas que los que se suman al ejército británico, según el New York Times. El complejo entramado legislativo woke, del que participaron todas las fuerzas políticas mayoritarias, introdujo «discriminaciones positivas» que consiguieron que los miembros de grupos guetizados tuvieran derecho a un trato preferencial. En consecuencia la Policía, los burócratas de todos los niveles y todo el aparato educativo y cultural eligieron ser cómplices por acción u omisión de este sistema desigual, ¿por qué cambiar ahora?

El gobierno y el establishment se han centrado en los disturbios y han cerrado el debate de fondo, la excusa es el temor a que alguien del grupo de manifestantes pueda decir o hacer algo violento. De nuevo, hay un grupo en esta contienda que no tiene derecho a pelear, ni a hablar. Las élites dictan desde hace años la moral de estos ciudadanos de segunda y se ofenden cuando no obedecen. Esta es la razón por la que se desata la más frenética censura y control del pensamiento en Gran Bretaña. Los ciudadanos de segunda están mostrando una pequeña desobediencia, un desacuerdo de apenas una semana luego de décadas de humillación. Mantener el statu quo ahora implica lisa y llana represión.

Pero por fuera del inútil y ficcional ecosistema elitista, la guerra civil está ocurriendo, se viene librando desde hace años aunque sólo un bando tiene permitida la lucha. El otro ni siquiera puede permitirse la protesta. Hay dos culturas en pugna, irreconciliables; y hay un sistema político-policial-judicial que es permisivo con la violencia islámica, antisemita o de alguno de los colectivos woke, pero que es durísimo, arbitrario y expeditivo contra toda manifestación contraria a la agenda progresista. La puja entre culturas no es algo nuevo, aunque no deja de ser llamativo que un bando alimente y brinde armas al ejército que lo ataca. Sombríos pronósticos para Gran Bretaña. Sombrío espejo para el resto de Occidente.

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