Fuente: Voz Media
Por Karina Mariani
En mayo de 2023, Daniel Penny, un exmarine estadounidense, estaba en el metro de la ciudad de Nueva York cuando Jordan Neely, un homeless con un extenso historial delictivo, que había sido arrestado más de 40 veces en los últimos años, y recientemente por golpear a una mujer de 67 años, comenzó a amenazar a los pasajeros y a gritar que estaba “listo para morir”. Los pasajeros se aterrorizaron y describieron su comportamiento como “increíblemente amenazador”. En medio de los gritos y las amenazas de Neely contra medio mundo, Penny se defendió aplicándole una llave de estrangulamiento para inmovilizarlo y proteger a los demás pasajeros. Luego de esta maniobra Neely fue llevado al hospital y declarado muerto.
En el marco de la delincuencia y la crisis de salud mental que asolan New York y hacen de la ciudad un infierno, el desgraciado acontecimiento cobró relevancia política y se convirtió en una polémica. Si nos guiamos por la lógica, la polémica no debió haber existido. Neely, un delincuente serial, violento y adicto entra al metro y amenaza de muerte a los pasajeros, uno de ellos, un tipo sin historial delictivo y que además ha servido a su país, tiene la valentía de detenerlo en defensa propia y de los demás. Pero lo que puso una alarma sobre el caso es que Neely era negro y Penny es blanco, entonces la izquierda intentó convertir este caso en un George Floyd 2.0 para reavivar la narrativa woke entre opresores y oprimidos.
Quisieron generar simpatías hacia un criminal convicto que amenaza gente, al tiempo que incitaban al odio hacia un hombre que puso en riesgo su vida para proteger al resto. Esta inversión de valores que el progresismo viene explotando con tanto éxito, esta vez, a la mayoría de la gente le resultó indigerible. Simpatizar más con un criminal que quiere matar a otras personas que con un hombre que las defiende requiere una visión ideológicamente trastornada.
Sin embargo, la maquinaria de la izquierda institucional no perdió un minuto. Penny fue sometido entonces a un proceso legal repleto de motivaciones políticas. El fiscal de distrito de Manhattan, Alvin Bragg, quiso hacer de Penny el chivo expiatorio que sostuviera su carrera e intentó manipular al sistema para asegurarse una condena digna de su ideologizada gestión.
Esto no es extraño, el mandato de Bragg ha estado marcado por la indiferencia hacia la conducta criminal que ha resultado en un aumento de la delincuencia en Nueva York. Su oficina ha permitido, por ejemplo, que los inmigrantes arrestados por un ataque en Times Square a la policía fueran liberados sin fianza. También retiró los cargos contra la mayoría de los arrestados por tomar el Hamilton Hall de la Universidad de Columbia. Se caracteriza además por reducir los delitos graves a cargos menores bajo el retorcido concepto de justicia restaurativa. Mientras ignora el crimen real, Bragg acusó a Penny de homicidio en segundo grado y de homicidio por negligencia.
Cuando Bragg se postuló para fiscal de distrito, prometió que se centraría en la “equidad racial” por encima de los delitos contra la propiedad a los que definía como “delitos de pobreza”. Actualmente se denuncian casi el 17% más delitos graves que antes de que Bragg asumiera el cargo. La mayoría de las víctimas del aumento de la criminalidad neoyorquina son las personas con menos recursos. ¿Dónde está su sensibilidad para con los pobres?
Bragg no fue el único tratando de instrumentalizar el hecho usando a los pobres para su beneficio. La congresista Alexandria Ocasio-Cortez aseguró en los medios y en las RRSS que Jordan Neely había sido asesinado por la demonización de los pobres. Según la perversa visión que la izquierda tiene de los pobres, se trataría de una condición mental que lleva a la gente a amenazar pasajeros y a robarles. Los activistas de Black Lives Matter (BLM), por supuesto, se sumaron a la demonización de Penny como un ejemplo de “supremacía blanca”. Olvidaron que la mayoría de los amenazados por Neely eran pobres viajando en el peligroso metro de NY, y muchos eran negros. Era Penny el que exponía su vida para salvar pobres y negros, no la élite progresista.
La progresía woke sigue sin comprender la brecha que se va ampliando cada vez más entre sus cómodas vidas de justicieros sociales privilegiados y la vida cotidiana de los estadounidenses. La misma progresía que convirtió a George Floyd en un mártir hace pocos años, quiso condenar a Penny porque, desde su palacio de cristal, el caso les parecía idéntico. Pero los esfuerzos constantes por retratar a Penny como un asesino racista fueron cayendo en saco roto. La absolución de Penny expuso un cambio de época.
¿Qué cambió en la sociedad norteamericana?
En el año 2020, el movimiento BLM se hizo famoso mundialmente. Pero el grupo comenzó a tomar fuerza entre 2013 y 2014 tras una serie de casos en los que fueron absueltos los acusados de matar a ciudadanos negros en diversos hechos violentos. Un hashtag de protesta en Twitter comenzó a ser cada vez más usado, la organización iba adquiriendo visibilidad y nutrida financiación. Cada caso que ocurría era juzgado y sentenciado por los medios y políticos de izquierda, haciendo caso omiso de las pruebas y de los tiempos judiciales.
La principal motivación de BLM era, según indicaban sus dirigentes, denunciar los “asesinatos extrajudiciales de personas negras a manos de la policía y los vigilantes”. Eran épocas en las que la narrativa woke prendía con mucha facilidad en la sociedad. Pero la pulsión hacia los disturbios y la violencia del movimiento fue creciendo año a año, con cada hecho policial o incidente. Los líderes de BLM no buscaban cambiar la situación que denunciaban sino que proponían una transformación completa de los sistemas actuales, querían (por más extemporáneo que suene) una revolución. Black Lives Matter entró de lleno en la actividad política de manos del paquete de causas woke.
Al igual que muchas expresiones de la izquierda identitaria, BLM obtuvo hitos icónicos que les hicieron creer que habían tocado el cielo con las manos. ¿Cómo olvidar la profanación e incluso eliminación de estatuas en Europa y Estados Unidos de las turbas antifas? ¿Cómo olvidar las marchas de autoculpa de los wokes del mundo unidos? ¿Cómo olvidar los papelones que pasarán a la enciclopedia histórica de la infamia como cuando Nancy Pelosi se arrodilló, con su tejido kente, concediendo a los líderes de BLM la razón sobre su revisionismo histórico? ¿Cómo olvidar la cara solemne del actual mandatario brítánico Keir Starmer arrodillado para las fotos? ¿Cómo olvidar a los que besaban los pies de ciudadanos negros en las calles?.
La hoguera de las vanidades ardió como nunca, el movimiento se extendió por todo el mundo y dio como resultado protestas violentas, disturbios generalizados, saqueos, y destrucción en ciudades como Minneapolis, Portland y Seattle. En el verano de 2020 ya se comportaban como una organización terrorista. Decenas de personas murieron a causa del accionar y de la narrativa emponzoñada que nadie parecía poder parar. En Mineápolis, un hombre murió de un disparo en una tienda de empeño que estaba siendo saqueada. En Detroit, un hombre murió cuando su auto fue baleado en una manifestación. En Oakland un oficial del Departamento de Seguridad Nacional fue asesinado a tiros frente a un tribunal. En Indianápolis dos personas murieron en un tiroteo mientras manifestaban y otros tres resultaron heridos. En Chicago un hombre murió de un disparo. En Omaha un manifestante fue asesinado frente a un bar. En Kansas City mataron a un hombre mientras recogía a uno de sus hijos en una protesta. En Chicago un joven recibió un disparo mortal dentro de una tienda mientras pagaba una factura durante los saqueos. Podríamos seguir así por horas, la muerte esparcida por BLM no tuvo control ni contención.
Ni los demócratas ni los republicanos alcanzaban a poner un freno a la sed de sangre y venganza de esta tribu criminal. Los medios echaban combustible al fuego. El mundo se sumaba a la comparsa. Oponerse a este ritual demencial era una sentencia de muerte. En las universidades, BLM impulsaba programas demenciales de “acción afirmativa” demandando privilegios y facilidades académicas para estudiantes negros. Se cancelaron, expulsaron y humillaron alumnos, profesores y autoridades que no se humillaban ante su soberbia reivindicativa. Los planes de estudio priorizaban la identidad racial por sobre el mérito.
Todos y en todos lados, querían parecer diversos e inclusivos. EEUU adoptó la retórica de Black Lives Matter, entrando en conflicto con su historia, con sus padres fundadores, con su cultura y con su esencia. Empezaba el reinado de la tiranía DEI que quebró empresas, carreras y el alma del país.
El movimiento Black Lives Matter, fundado sobre mentiras y amañadas estadísticas, también traicionaba las enseñanzas del líder de las luchas por los derechos civiles Martin Luther King. Fueron pura y exclusivamente un movimiento de acción antiestadounidense, antioccidental, anticapitalista y antiblanco. En octubre de 2023, luego de la invasión de Hamás a Israel, demostraron ser, además, un grupo de antisemitas virulento que festejaba la tortura, la violación y la muerte.
Pisotear el legado del movimiento por los derechos civiles no fue gratis, cambiaron una reivindicación justa, por la aspiración de una transformación del orden social. Eran fascismo racial puro.
Por eso, cuando el jurado emitió su veredicto a favor de Penny, la respuesta no se tradujo en las protestas como las que hace cuatro años llevaron a millones de personas a las calles. Aunque los partidarios de Black Lives Matter expresaron su ira, esa retórica encontró nulo apoyo social. Los tiempos han cambiado y el contraste con casos anteriores es sorprendente. La defensa de Penny entendió el cambio de época mucho mejor que Bragg o que AOC, e hizo caso omiso de la narrativa racial y expuso lo obvio: ¿con quién prefiere el ciudadano americano viajar en el metro: con Neely o con Penny? Esta pregunta, tan simple y tan clara, hace sólo un par de años era polémica, hoy es un simple llamado al sentido común.
Esta vez, los estadounidenses no cedieron ante la manipulación, la psicopatía, la intimidación. Los jurados se negaron a doblegarse ante las amenazas de los activistas, las presiones de los medios y las zancadillas del sistema judicial cuyas prioridades urge revisar. Pero el jurado dio una lección clave al sistema: mostró que los estadounidenses se cansaron de Black Lives Matter. El veredicto no tuvo nada que ver con castigar a la pobreza ni con la supremacía blanca, tenían que ver con el derecho de los ciudadanos a vivir en paz.
La sociedad está rechazando esta ideología venenosa que presupone la culpabilidad de los blancos por una opresión estructural que no han podido demostrar pero que esgrimieron a la hora de conseguir todo tipo de ventajas. En 2020 el caso Penny hubiera generado disturbios y la indignación de los medios durante semanas, hoy Penny puede caminar por la calle sin que nadie se atreva a señalarlo. El poder de la histeria racializada ha pasado, aunque sus militantes aún persistan dentro de las instituciones, de las universidades, de los medios de comunicación. Pero la gente ya no les compra su retórica podrida.
Lo que el caso Penny ha expuesto no es sólo la inocencia de un hombre, sino el rechazo a las narrativas confrontativas basadas en la raza que fueron impulsadas por Black Lives Matter y utilizadas por tantos políticos, incluyendo la reciente campaña presidencial demócrata. Los estadounidenses se dieron cuenta de que no se trata de una defensa de los pobres ni de las minorías. EEUU se ha dado cuenta de que jamás les importaron las vidas de los negros, sólo querían promover una agenda racista y violenta. Sencillamente, ya no les creen.
La era de Black Lives Matter ha llegado a su fin.