
Por Rafa Gómez-Santos Martín – Gateway Hispanic
Tras la victoria electoral de Donald Trump en Estados Unidos, muchos se apresuraron a declarar el fin del wokismo, junto con las ideologías que englobaba este movimiento político global. Sin embargo, es fundamental analizarlo a fondo para comprender su verdadero alcance.
Anteriormente, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se disolvió en diciembre de 1991, diversos sectores proclamaron el “fin de las ideologías”, celebrando el supuesto triunfo de la democracia liberal moderna y la derrota del comunismo.
Sin embargo, esta afirmación es contradictoria: al declarar el ocaso de las ideologías, al mismo tiempo ensalzan el ascenso de la más influyente de todas, el liberalismo, cuyo surgimiento violento, marcado por el genocidio, se remonta a la Revolución Francesa.
El liberalismo surgió como oposición a la doctrina católica y, en la práctica, constituye un error teológico que se convierte en un error político y, posteriormente, en uno cultural. La caída de la URSS —que instauró un modelo de democracia comunista de partido único, profundamente anticatólico— no significó el fin ideológico del comunismo. Al contrario, se volvió más militante, expandiéndose globalmente al fusionarse con su aliado ideológico, el liberalismo, que también proclama la libertad ilimitada del hombre.
Juntos, dieron origen al movimiento progresista, un fenómeno similar a un agujero negro que absorbe cualquier ideología, por absurda que sea, siempre que sirva a su propósito de transformar la civilización y distanciarla de su fundamento cristiano. Por lo tanto, el progresismo se define, en esencia, como un movimiento anticristiano.
Dentro de este conglomerado coexisten ecologistas, comunistas revolucionarios, comunistas pop y liberales que idolatran al Che Guevara pero que jamás vivirían en un país comunista, ni siquiera en Europa, donde se sienten incómodos por la falta de agua caliente o hielo.
El wokismo también ha integrado a activistas por los derechos de los animales, veganos que marchan junto a carnívoros proaborto, pacifistas que apoyan la guerra en Ucrania y feministas que odian a los hombres. Además, enarbola la bandera del colectivo LGTBXXX, que coexiste con comunistas tradicionales —que desprecian a los homosexuales— y con islamistas yihadistas de “Palestina Libre”, dispuestos a atacar sinagogas. Paradójicamente, judíos progresistas marchan junto a ellos, anhelando un mundo sin combustibles fósiles y rechazando a Jesucristo.
Tampoco faltan paganos devotos de religiones modernas, satanistas o MAP (Personas Atraídas por Menores, según la jerga pseudocientífica), es decir, pedófilos que buscan normalizar su agenda. A ellos se suman minorías identitarias, transhumanistas, artistas posmodernos y celebridades de Hollywood. El wokismo llegó a idolatrar al Dr. Fauci y respaldó incondicionalmente las restricciones impuestas por las democracias liberales durante la pandemia, suprimiendo las libertades fundamentales.
Estas mismas democracias, que se jactan de defender la libertad, en realidad han impulsado un gobierno globalista. Los liberales y los wokistas ya han experimentado su utopía: un régimen que confinó a la población, prohibió el trabajo, limitó la prosperidad e impuso medicamentos.
Detrás de este movimiento se encuentran multimillonarios financieros que patrocinan partidos políticos para, desde el poder del Estado, acelerar la descristianización de Occidente y la destrucción de la civilización. El único baluarte contra el wokismo —y cualquier ideología totalitaria— es la doctrina cristiana, fundamento de nuestra civilización. Si no se comprende esto, permaneceremos atrapados en debates estériles durante dos siglos mientras la sociedad se derrumba, llevándonos a la extinción por la caída en picado de la natalidad.
El wokismo no ha muerto; está mutando, igual que lo hizo el comunismo cuando se anunció su fin. Si regresa, lo hará como un tsunami, arrasándolo todo hasta el punto de no retorno.