Nunca Washington, desde que la reconstruyeran tras el incendio de 1814 por tropas británicas, había tenido este aspecto terrible de fortaleza asediada, de ciudad prohibida. Si Nueva York era el escaparate de Estados Unidos por lo privado, el muestrario de su imparable enriquecimiento capitalista, la capital federal pretendía reflejar la augusta sacralidad de un sistema basado en la libertad y en un gobierno que temía al pueblo, y no al revés.

Hoy su centro político está cercado y custodiado por decenas de miles de soldados, y la imagen sigue siendo una metáfora adecuada. Porque la investidura del próximo miércoles -presidida por un cartel oficial que incluye a Harris, algo tan insólito como significativo- parece representar algo más que un pacífico y rutinario traspaso de poder entre dos administraciones; lo que se ve por todas partes son, más bien, las elocuentes señales de un cambio de régimen.

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Empezando por el silenciamiento implacable de los vencidos. Ron DeSantis, el gobernador republicano de Florida, aseguró el pasado jueves en una alocución pública que la censura ideológica es “probablemente la cuestión parlamentaria más importante” de los próximos días, algo que hay que rectificar ya antes de que sea demasiado tarde. Dijo DeSantis que el país debe plantearse muy seriamente si los conservadores “somos una clase desfavorecida por nuestros principios, por tener opiniones conservadoras, por ser cristianos, por cualquier cosa, en fin, que no agrade a Silicon Valley”.

La argucia ha sido ingeniosa, quizá la única que podría haber triunfado en un país que, por historia, está enseñado a desconfiar de los poderes públicos -según Reagan, la frase más terrible del idioma es: “Somos del Gobierno y estanos aquí para ayudarles”– y considerar con mirada más que benévola la iniciativa privada. Como, ya saben, Google, Twitter, Facebook, Apple, Amazon y demás gigantes tecnológicos.

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Así que el gran golpe en América tenía que hacerse por lo privado, y en esas estamos. Es trilerismo político -¿dónde está la bolita?-, y funciona de maravilla. En Europa, menos enamorada del mundo empresarial, se ha llevado a cabo el truco con las ONG, que encima gozan de presunción de santidad. ¿Qué el gobierno quiere que se aplique determinada política que no quiere respaldar públicamente ni debatir en el Parlamento ni que aparezca en los Presupuestos Generales? No hay problema: se subcontrata a una o varias ONG, a las que se financian casi exclusivamente con dinero público: et voilà!

Pero la estrategia americana funciona mejor porque las grandes tecnológicas se han convertido en las claves de nuestra vida social, política, comercial y profesional. No podemos hacer nada sin ellas. Y son, parafraseando el lema informal del Barça, más que empresas privadas.

Ya se ha hablado aquí de la monumental campaña de silenciamiento de voces discrepantes que denuncia DeSantis: Google, Facebook, Youtube, Twitter… Se veta, se cierran cuentas, se eliminan mensajes, se ocultas visiones disidentes. Y se buscan incesantemente las rendijas por las que puedan colarse. Amazon, con la colaboración de sus ‘hermanas’, forzó el cierre de Parler, la alternativa a Twitter. Ahora van a por los podcasts, la pura voz, literalmente. La denuncia parte de Associated Press con este ominoso y orwelliano titular: “Los extremistas explotan una laguna en la moderación de las redes sociales: los podcasts”. Denunciar los escondites de los kulaks se ha convertido en la misión más virtuosa de los medios tradicionales: ¡Quememos a la bruja!

Cómo será la cosa que los líderes mundiales, en países que siempre han ido muy por detrás de Estados Unidos, en cuestiones relativas a la libertad de expresión, están escandalizados y piden abiertamente que se corten un poco, que se les ve todo.

Vladimir Putin, que no es exactamente el mejor amigo que tiene la prensa libre en el mundo, ha comparado el veto contra Trump en las redes sociales con “una explosión nuclear en el ciberespacio” y María Zajárova, ministra rusa de Asuntos Exteriores, señala que lo grave de la medida no es el impacto inmediato, sino las consecuencias a largo plazo.

Pero antes de que desprecien las palabras de la administración rusa como propaganda enemiga, la canciller alemana Angela Merkel también ha salido a la palestra sobre el particular, confesándose desconcertada y preocupada por estas medidas. La visión alemana no es que la libertad de expresión no deba tener límites, sino que estos límites debe marcarlos la ley.

Más cerca de Estados Unidos, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador fue de los primeros en denunciar esta alarmante caza de brujas, comparándola a una nueva “Inquisición” del pensamiento disidente. Otro ha sido el brasileño Jair Bolsonaro, y Polonia ha sido pionera en prohibir, directamente, que las redes sociales que operen en sus fronteras censuren cualquier mensaje que no sea ilegal.

En estas reacciones hay mucho de poner las barbas a remojar, viendo cómo han cortado la de su poderoso vecino. Todos estos líderes políticos se han dado súbitamente cuenta de que lo que le está pasando a Donald Trump y a sus seguidores hoy puede pasarles a ellos mañana.

Fuente: gaceta.es

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