Traducido por asiatimes.com por TierraPura.org
Muy pocos estadounidenses comprenden la amenaza que la filosofía y las estructuras del PCCh (partido comunista chino) suponen para Estados Unidos.
La envidia de China es muy fuerte entre la élite progresista de Estados Unidos. El control del poder y la toma de decisiones centralizada del Partido Comunista de China han atraído durante mucho tiempo a los progresistas enfurecidos por su incapacidad para imponer soluciones al calentamiento global (y otras prioridades progresistas).
Tom Friedman, un reconocido referente de la opinión de la élite, lleva más de una década expresando esta exasperación. El pasado fin de semana redujo el genocidio de Xinjiang a “un mal asunto con los uigures”, menos importante que la excelencia china en el ferrocarril de alta velocidad.
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Muy pocos estadounidenses comprenden las implicaciones de que esta visión se haya arraigado en su propia élite. Aunque cada vez son más los estadounidenses que se dan cuenta de los retos inherentes a las crecientes capacidades económicas, tecnológicas y militares de China, son pocos los que comprenden la amenaza que la filosofía y las estructuras del régimen chino suponen para Estados Unidos.
Los estadounidenses deben comprender que, más allá del mero atractivo y la envidia, existe una creciente convergencia de intereses entre los arraigados oligarcas comunistas de China y los emergentes oligarcas progresistas de Estados Unidos.
La China de hoy, como todas las potencias imperiales, busca explotar los recursos de cualquiera y de cualquier cosa fuera de su oligarquía central para aumentar la prosperidad, el prestigio y el poder de ese centro. Como resultado, al PCCh no le importa mucho cómo organizan los extranjeros sus asuntos internos mientras sigan sujetos a dos preceptos imperiales: No interferir en la explotación de sus recursos por parte de China y no desafiar la virtud y la sabiduría del PCCh.
Esas reglas enmarcan la influencia china en Estados Unidos. Como ha señalado recientemente Lee Smith, China ha empleado otro truco imperial habitual para fomentar esa influencia. Ha invertido mucho para crear una formidable oligarquía de ejecutores estadounidenses.
Aunque la penetración es mucho más profunda entre los demócratas que entre los republicanos, esta oligarquía es bipartidista. También se extiende a los principales nombres estadounidenses de la industria, la actividad bancaria, el entretenimiento y los deportes para crear una estrecha alianza que vincula a los progresistas de Estados Unidos con China.
Esos ejecutores entienden para qué se les paga. A diferencia de épocas anteriores, cuando los alimentos y el oro eran el centro de la explotación imperial, el recurso más valioso hoy es la información.
El régimen chino busca explotar la educación técnica, la investigación, las finanzas y la propiedad intelectual estadounidenses. El pago de China por esos recursos públicos fluye casi en su totalidad hacia la élite progresista y sus instituciones. Para los estadounidenses que no pertenecen a la élite, China ofrece bienes de consumo y productos tecnológicos de bajo coste.
Dado que tanto la explotación de los recursos de información como el suministro de bienes baratos reducen las oportunidades de empleo en Estados Unidos, la élite estadounidense debe reprimir el resentimiento que los estadounidenses desempleados expresan hacia China.
Sin embargo, las críticas potenciales al PCCh van mucho más allá de los agravios económicos. Numerosas supuestas acciones son profundamente ofensivas para la sensibilidad tradicional estadounidense: destruir la cultura tibetana, aplastar la libertad en Hong Kong, dirigir campos de concentración genocidas para los uigures, perseguir y asesinar a los practicantes de Falun Gong, suprimir el cristianismo y utilizar a los presos de conciencia para la extracción de órganos, por nombrar sólo algunas.
A la oligarquía estadounidense se le paga para que minimice estas atrocidades como algo lamentable, pero de mínima importancia, como demuestran claramente los recientes comentarios de Friedman.
Este imperativo nunca ha sido más importante que en los debates sobre los orígenes del coronavirus -o virus PCCh- que causa el Covid-19. A diferencia de los abusos de los derechos humanos en China, esta pandemia ha tenido un impacto claro y negativo en las vidas de los estadounidenses. De ahí la absoluta necesidad de insistir en que los orígenes de la pandemia sigan siendo desconocidos, y de tachar de racista cualquier referencia a un “virus chino”.
Más allá de servir simplemente a las necesidades imperiales de China, la oligarquía estadounidense está trabajando para construir una América que se parezca más a China. Los contornos de su sistema ya están claros: una élite ilustrada difunde hechos, creencias y valores progresistas oficiales que nadie puede cuestionar.
Los derechos y libertades individuales se sacrifican en nombre del bien común. Aquellos que se oponen son considerados no aptos para la sociedad educada, y luego son rechazados o eliminados. Los ciudadanos se delatan unos a otros para conseguir el favor y el prestigio.
Esta transformación de EE.UU. según el modelo chino no carece de precedentes. A lo largo de la historia, las estructuras y el ethos de las potencias dominantes se han extendido por sus esferas de influencia. Desde la Segunda Guerra Mundial, las normas estadounidenses, como el gobierno representativo, los derechos humanos y el Estado de Derecho, se han impuesto en todo el mundo, al menos en teoría, aunque no siempre en la práctica.
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Si el modelo hegemónico estadounidense cede el paso a China, el modelo de gobierno de una burocracia despiadada y meritocrática encargada de definir el bien común desempeñará un papel comparable.
Cuando los progresistas comprometidos con la transformación de Estados Unidos expresan su envidia a China, las piezas encajan. Lo que buscan es una América transformada para ajustarse al modelo chino. Los estadounidenses dispuestos a prestar atención a los acontecimientos actuales comprenden que esta transformación ya está en marcha. Los que prefieren restaurar una comprensión más tradicional de Estados Unidos deben empezar por concienciar de la amenaza que supone.