Por Jon Miltimore – fee.org

En su primer día como presidente, Joe Biden, flanqueado por un retrato de Ben Franklin, le pidió al gobierno federal que “promueva la justicia medioambiental” y “se guíe por la mejor ciencia”.

En muchos sentidos, las palabras de Biden no fueron sorpresa.

A lo largo de la campaña de 2020 y después, Biden había repetido a menudo las frases “escuchar a la ciencia” y “creo en la ciencia“, presumiblemente para contrastar con su oponente.

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Sin embargo, Biden no se detuvo ahí. Incluyó el mantra en una de las primeras órdenes ejecutivas que firmó, señalando que la política oficial de su administración sería “escuchar a la ciencia”.

La frase parece bastante inofensiva. El método científico goza de gran confianza, y con razón. Ha sido una bendición para la humanidad y ha contribuido a la realización de muchas de las maravillas de nuestro mundo moderno.

Sin embargo, distinguidos pensadores de ayer y de hoy nos han advertido de que debemos proceder con cautela cuando se nos pida que “hagamos caso a la ciencia”.

El economista Ludwig von Mises observó una vez el problema de utilizar las afirmaciones científicas para dar forma al mundo moderno. Sugirió que en muchos casos se invoca a la ciencia simplemente para decirle a la gente lo que debe de hacer.

“Los planificadores pretenden que sus planes son científicos y que no puede haber desacuerdo con respecto a ellos entre personas bien intencionadas y decentes”, escribió Mises en su ensayo de 1947 “Caos Planificado“.

La mayoría de la gente está de acuerdo en que la ciencia es una herramienta útil y Mises era ciertamente uno de ellos. El problema al que Mises se refería era que la ciencia no puede decirnos lo que debemos hacer, que es el ámbito de los juicios de valor subjetivos. La ciencia solo puede decirnos lo que es.

“No existe un deber científico”, escribió Mises, haciéndose eco de un famoso argumento de David Hume. “La ciencia es competente para establecer lo que es”. (Para profundizar en el problema del este tipo de pensamiento, lea la célebre obra de Hume de 1729, Tratado sobre la Naturaleza Humana).

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El economista continuó:

“[La ciencia] nunca puede dictar lo que debe ser y los fines que deben perseguir los hombres. Es un hecho que los hombres discrepan en sus juicios de valor. Es insolente arrogarse el derecho de anular los planes de otras personas y obligarlas a someterse al plan del planificador”.

Como observó correctamente Mises, a menudo cuando la gente dice “seguir a la ciencia”, en realidad está diciendo “seguir nuestro plan”.

Cuando la activista adolescente Greta Thunberg nos exhorta a seguir a la ciencia del cambio climático, no está diciendo que debamos reconocer que el planeta se está calentando y que los humanos influyen en el clima de la Tierra. Está diciendo que la gente debería adoptar su plan y el de otros activistas del clima, que incluyen quienes quieren dejar de comer carne, renunciar a vuelos en avión (algo que se conseguiría por vergüenza o por coacción), gravar los combustibles fósiles y otras muchas propuestas.

El multimillonario activista del clima Bill Gates explicó en febrero por qué hay que hacer cambios como dejar la carne y cómo.

“Creo que todos los países ricos deberían pasar a consumir carne de ganado vacuno 100% sintética”, comentó Gates en una entrevista con Technology Review, señalando que las emisiones por libra de carne de ganado vacuno no son del todo óptimas. “Uno se acostumbra a la diferencia de sabor y la idea es que, con el tiempo, el sabor sea aún mejor. Al final, esa recompensa ecológica es lo suficientemente modesta como para poder cambiar el [comportamiento de] la gente o utilizar alguna regulación para desviar totalmente la demanda”.

Las propuestas de Thunberg y Gates -que también dijeron que el gobierno debería limitarse a escuchar a los científicos– pueden ser buenas o malas. La clave es entender que sus propuestas implican juicios de valor, no solo ciencia.

Del mismo modo, en 2020 vimos repetidamente peticiones para que los estadounidenses “escuchen a la ciencia”. Pero el desacuerdo fundamental sobre el COVID-19 no era sobre la ciencia (aunque ciertamente había algo, evidenciado por los cambios de rumbo de los CDC, los desastres de los modelos y la confusión generalizada sobre la letalidad del COVID-19).

Casi todo el mundo entendía la ciencia general: un nuevo y mortal virus había surgido en Asia y se estaba extendiendo por los continentes. El principal desacuerdo surgió en torno a las medidas que debían tomarse para limitar la propagación, quién debía ejecutarlas (los individuos o el Estado) y si había que coaccionar a la gente para que actuara.

Muchas de las cuestiones a las que se enfrentaban los estadounidenses eran complicadas.

Si el distanciamiento social salva vidas, ¿se debe ordenar el cierre de las empresas? Si es así, ¿cuáles? ¿Qué se debe hacer si la gente no se distancia socialmente en público? ¿Deben los enfermos ser confinados físicamente en sus casas? ¿Y las personas sanas? Suponiendo que los cubrimientos faciales limiten el contagio, ¿deben recomendarse u obligarse? ¿Qué ocurre cuando la gente se niega?

Son preguntas importantes. Pero, de nuevo, son cuestiones éticas, no científicas. La ciencia sólida no es más que una herramienta que puede ayudarnos a tomar decisiones sobre estas cuestiones. La cuestión es que los estadounidenses deberían tener en cuenta la advertencia de Mises y desconfiar de los planificadores que dicen que debemos escucharles porque sus planes son científicos.

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Los problemas éticos complejos exigen soluciones y, como señaló el periodista H.L. Mencken, “para cada problema complejo hay una respuesta clara, sencilla y equivocada”.

Encargar nuestros problemas éticos y complejos a personas con títulos prestigiosos puede ser sencillo, pero también errado. Las cuestiones éticas tienen que ver con lo que debemos hacer y, como señaló Mises, en la ciencia no hay un “deber”.

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