Por Mauricio Ríos García – gaceta.es

Jordan Peterson, psicólogo clínico canadiense y profesor de psicología en la Universidad de Toronto Fuente, afirma que el posmodernismo “es la nueva piel que habita hoy el viejo marxismo”. Peterdson sostiene que el comunismo se popularizó en Occidente por medio de la transformación de los valores y creencias de nuestra sociedad a través de la idea de que el conocimiento y la verdad son simples construcciones sociales.

Cuando estuvo preso en 1927, Antonio Gramsci elaboró una teoría que dice que mientras exista una cultura burguesa no será posible construir una sociedad de clases, entonces es preciso destruir la cultura burguesa, y para eso es necesario asegurarse de que en el nuevo conflicto global o siguiente revolución los trabajadores estén preparados para cooperar a través de todas las fronteras nacionales hasta formar lo más parecido a una nueva clase trabajadora.

¿Cuál es el método de aplicación de esta teoría? La inflación de aquellos conceptos en los que la gente basa su pensamiento, es decir, añadiendo nuevos significados a esos conceptos.

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Por ejemplo, esto es como añadir un litro de agua en un litro de leche; en apariencia se obtendrán dos litros de leche, pero el valor nutritivo por cada centilitro de leche se habrá diluido.

Esto mismo sucede con, por ejemplo, el concepto de justicia: si se introducen nuevos significados a dicha palabra, como en el caso de las llamadas “justicia social”, “justicia ambiental” o “justicia sexual”. El concepto de justicia se diluye hasta que nadie sabe muy bien qué es o qué significa exactamente la justicia.

En este sentido, una de las maneras de llevar a cabo un “golpe posmoderno” es primero mediante la implementación de estrategias y tácticas atípicas, propias de las guerras asimétricas, que no recurren a la fuerza militar en una guerra convencional con enfrentamientos directos, porque los recursos de uno y otro ejército en materia de fuerza, tecnología o influencia diplomática, pueden ser abismales. 

Entre los medios a los que el bando más débil recurre de manera típica en una guerra asimétrica, están fundamentalmente el engaño permanente, la guerra de guerrillas, todo tipo de terrorismo posible, la resistencia, el terrorismo de Estado, y peor aún, involucra a la población civil.

Uno de los ejemplos más útiles para ilustrar lo que es una guerra asimétrica es la Guerra de Vietnam (1955-1975), donde una fuerza como la de EEUU fue derrotada. Otro más reciente, aunque con trascendencia internacional relativamente menor, es la Guerra de Afganistán, iniciada en 2001 y que persiste hasta el día de hoy.

Esto es justamente lo que vienen haciendo Cuba, Venezuela y sus aliados desde que el Socialismo del Siglo XXI cobró fuerza en toda América Latina. 

Por ejemplo, en 2008, cuando Bolivia se encontraba en crisis ante la lucha por los recursos por la exportación de gas natural y la nueva Constitución, Hugo Chávez advirtió que si le ocurría algo a Bolivia -más bien al gobierno de Morales- “cambiarían las reglas del juego”, y comenzaría “una, dos o tres guerras de Vietnam en América Latina”.

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De igual manera, a finales de 2019, en medio de la huelga general pacífica de 21 días que inició la ciudadanía a consecuencia del monumental fraude del Movimiento al Socialismo (MAS) –y tan sólo unos días antes de que Evo Morales renunciara al cargo y huyera a México–, Juan Ramón Quintana, ministro de la Presidencia en ese entonces, afirmó al medio de comunicación ruso Sputnik: “Bolivia se va a convertir en un gran campo de batalla, un Vietnam moderno porque aquí las organizaciones sociales han encontrado un horizonte para reafirmar su autonomía, soberanía, identidad”.

Unos días más tarde, cuando Morales ya había renunciado, distintos grupos ciudadanos fuertemente armados tanto en El Alto como en el Chapare, lanzaban amenazas contra Jeanine Añez -quien se preparaba para asumir el máximo cargo del país por sucesión constitucional- al grito de “¡ahora si, guerra civil!”.

De igual manera, en agosto de 2020, en plena pandemia, grupos de civiles afines al MAS bloquearon las carreteras del país durante varios días incluso con el uso de dinamita para generar varios derrumbes, impidiendo el paso de al menos 7.000 camiones, y el oxígeno para pacientes de Covid-19 en los hospitales. Provocaron el fallecimiento de al menos 40 personas.   

Esto es algo que se vio de manera simultánea en Chile a fines de 2019, cuando una protesta contra el incremento del pasaje de metro de 800 a 830 pesos chilenos, o el equivalente a 0,042 dólares, se convirtió en una protesta con saqueo a comercios y el incendio de casi todas las flamantes estaciones de metro hasta forzar una Asamblea Constituyente.

También Ecuador fue víctima de la violencia callejera en octubre de 2019 ante el “gasolinazo” de Lenín Moreno.

Y ni qué decir de Estados Unidos y los movimientos de Antifa y Black Lives Matter que, utilizando el caso de George Flyd como pretexto, iniciaron el saqueo de comercios, incendios e incluso ataques armados en al menos 50 ciudades del país de manera simultánea durante varias semanas. No era extraño que en dichos movimientos -sobre todo en lugares como California y la Florida- se vieran banderas venezolanas o mapuches agitando las protestas que al menos inicialmente tenían que ser pacíficas.

Por eso no es una simple casualidad que luego de la reunión del Grupo de Puebla en 2019, y ante la caída de Morales en Bolivia, Nicolás Maduro bautizó las protestas en la región como “la brisa bolivariana”.

Pues ahora mismo, esto es algo que se está viviendo en Colombia. Una serie de protestas callejeras en distintas ciudades, que se han ido haciendo cada vez más violentas. Se han visto saqueos de comercios, incendios incluso de estaciones policiales, etc. con una escalada de conflictos con pocos precedentes.

Así como en varias economías alrededor del globo, las consecuencias de haber implementado cuarentenas masivas y forzosas, así como las políticas que los economistas convencionales llaman como “contracíclicas” -es decir, de incremento del gasto, la deuda y la acumulación del déficit- han deteriorado la institucionalidad y la gobernabilidad de manera considerable, asunto que, por cierto, se irá traduciendo muy probablemente en el inicio de una crisis todavía más extendida.

Para tratar de encontrar la punta del ovillo del conflicto colombiano en estas últimas semanas y días, el hoy ex ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, incrementó la meta del déficit fiscal para este año del 7,6% del PIB al 8,6% del PIB. De igual manera, el Gobierno estima que el nivel de deuda del país disminuiría gradualmente desde el actual 64,8% del PIB a un 59,2% en 2031, apenas un 5% de reducción en 10 años.

Para darse una idea del problema, esto no les ha gustado nada a las calificadoras de riesgo, que ya dijeron que van a revisar sus evaluaciones, porque entienden que los problemas con la economía se incrementan rápidamente.

Ahora bien, siendo que el déficit fiscal de Colombia es de aproximadamente 92 billones de pesos colombianos, la reforma tributaria de Iván Duque consistía en tratar de recaudar entre 23 y 26 billones de pesos, de los cuales 11 billones tendrían que ser destinados a programas sociales. Lo que es cuanto menos curioso, es que son justamente aquellos quienes iban a ser beneficiados por las reformas quienes han salido a protestar inicialmente.

En Colombia todo empezó como una protesta por la reforma tributaria propuesta por Duque, y luego las manifestaciones fueron contra el ministro Carrasquilla. Sin embargo, a pesar de que lograron no sólo que el ministro de Hacienda renuncie, sino que además se retire la reforma, las protestas tuvieron una escalada todavía mayor. Ahora son contra la reforma sanitaria y para restablecer el diálogo con el narcoterrorismo del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las FARC.

Es decir, nada de esto tiene características de protestas espontáneas y legítimas. De hecho, Diosdado Cabello –imputado por narcotráfico en Estados Unidos– ha afirmado que “Colombia ha sido tomada por mafiosos que decidieron masacrar al pueblo más humilde, Duque gobierna para los paracos, los narcos y la oligarquía, el pueblo se levanta y pide justicia, se siente una brisa fresca, la brisa Bolivariana. ¡Nosotros Venceremos!”.

Cabello también ha dicho que “se van a equivocar porque si nosotros tenemos una guerra (…) con Colombia, se lo vamos a hacer en su territorio”.

Entonces, claramente, el problema en Colombia no fue la reforma tributaria en sí misma -que, de todas maneras, es una mala idea y bajo cualquier punto de vista- sino el haberle dado la oportunidad a la extrema izquierda de salir en protesta violenta en cuanto pudo para arrinconar a Duque ante el primer error que cometiera.

Por si fuera poco, este conflicto, liderado por el chavista Gustavo Petro, ex candidato a la presidencia que perdió contra Duque y que hoy es senador, también está bloqueando el paso de oxígeno en los hospitales para pacientes graves con Covid-19, y en uno de esos bloqueos ya impidieron el paso de una ambulancia que provocó el fallecimiento de un bebé. Es decir, es exactamente lo mismo que sucedió también en Bolivia y que hicieron contra el gobierno de Jeanine Añez en agosto de 2020.

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¿Dónde estuvo la equivocación de Duque en Colombia? Pues en el mismo lugar que la de Jeanine Añez en Bolivia. Parte de la clave de estos escenarios está en elegir el motivo por el cual la gente saldrá a las calles en protesta y además pretender derrocar al gobierno -porque lo hará de una u otra manera. Es decir, era preferible que Duque realizara ajustes y reformas cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, en cuanto asumió el mandato, no luego de la crisis de la pandemia; Duque debió recortar el gasto estructural, no incrementar el gasto, la deuda y, por tanto, los impuestos.

Ahora, ¿qué es lo que resta esperar de lo que está pasando en Colombia? Lo último que se debe esperar que Duque haga es lo que hizo Sebastián Piñera en Chile: retroceder y además pedir perdón, porque a partir de esto, los conflictos en Chile no cesaron hasta tener suficientemente allanado el camino hacia una Asamblea Constituyente y una nueva Constitución para instalar un nuevo régimen chavista. 

Para mayor inri, esperemos que Colombia no pierda la calificación de inversión y, por tanto, el financiamiento más pronto que tarde, pues esto agravaría las condiciones para preservar la institucionalidad democrática y garantizar la paz en el país de manera considerable. De otra manera, la extrema izquierda solamente seguirá avanzando hasta que no mucho más adelante Petro -y el chavismo por su intermedio- sea el siguiente a cargo del país.

Finalmente, es de esperar que Guillermo Lasso esté tomando debida nota de lo que podría suceder en Ecuador si acaso los ajustes y reformas necesarias para empezar a solucionar la nefasta herencia del correísmo no son aplicadas con suficiente estrategia: firmeza, claridad, y convicción frente a los golpes del posmodernismo.

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