Por Daniel Laras Farías – gaceta.es
Dijo Simón Bolívar en su Manifiesto de Cartagena de 1815:
“A cada conspiración sucedía un perdón, y a cada perdón sucedía otra conspiración que se volvía a perdonar, porque los gobiernos liberales deben distinguirse por la clemencia. ¡Clemencia criminal que contribuyó más que nada a derribar la máquina que todavía no habíamos enteramente concluido!”.
Se quejaba el mantuano caraqueño y líder de los blancos criollos venezolanos de la actitud del Gobierno provisional que surgió en la Capitanía General de Venezuela al término del proceso que arrancó en 1810 con el desconocimiento de la regencia de Cádiz y la reivindicación de los derechos de Fernando VII sobre las colonias. Frustrado, el posteriormente llamado Libertador resentía de la manía liberal del perdón per se, reflexionando con cierto tino sobre la reincidencia natural que cometen los felones en su ruindad. Tal y como el escorpión y la rana, siempre por naturaleza la Democracia caerá envenenada por aquellos felones que reciben su perdón.
Y por supuesto, nada persigue más una felonía colectiva que el perdón oficial. Es que quien traiciona a la Nación, al llevar de por vida el rótulo de traidor, de pérfido y de enemigo, buscará por todos los medios que se le perdone y se le retire dicha condena social. Porque evidentemente, convertirse en un leproso dentro de la sociedad le impedirá usar los mecanismos que la misma ofrece para volver a intentar su felonía. Es necesario el perdón para seguir traicionando a la Nación.
La Habana, como siempre
Ejemplos sobran y por supuesto viene a cuento el perdón que un chafarote imbécil como Fulgencio Batista concedió a Fidel Castro y sus secuaces en el asalto al Cuartel Moncada. Recibido el perdón, reavivada la conspiración, reiniciada con más bríos la traición a la Nación. La desgracia posterior ya es lo suficientemente legendaria como para recordarla.
Fue precisamente el indultado Fidel, ya convertido en tiranuelo, quien se encargó de auspiciar movimientos insurgentes por toda América. En Venezuela, vimos como llegaron al menos tres incursiones armadas con guerrilleros venezolanos formados en Cuba, al mando de oficiales del Ejército cubano. Tras su desembarco, los que no fueron repelidos no más poner un pie en tierra se fueron a las montañas a establecer frentes guerrilleros para hostigar a productores agropecuarios y campesinos a los que decían representar en la lucha. Además, se encargaron de promover golpes militares con “oficiales de izquierda” en contra de gobiernos democráticamente electos y desataron todo tipo de actos terroristas en las zonas urbanas.
Las “Unidades Tácticas de Combate” regaron de sangre las calles de las ciudades venezolanas. La política “mata un policía y haz Patria” buscaba que se asesinara al menos un policía diario. Decenas de funcionarios policiales asesinados por la espalda, aún estando de civil, eran cosa cotidiana.
El reclutamiento de jóvenes en universidades y liceos, para unirlos a la “lucha guerrillera” y finalmente alcanzar el anhelo de “ser como el Che” ya era un crimen en si mismo. Ni hablar de las “expropiaciones revolucionarias” mejor conocidas como asaltos a bancos. O la ruin práctica del secuestro con fines extorsivos, delito fundamental del asesinado padre de Delcy y Jorge Rodríguez.
Luego de cometer todos esos crímenes y muchos más, se reducen los felones con la fuerza pública y con la contundencia que merecen. A la cárcel o a la fosa los mandó el poder del Estado, que logró defender la democracia y salvar a la Nación de las apetencias de los comunistas. Y fue allí donde empezó el clamor de clemencia. Los pedidos de perdón. Los arrepentimientos. Después de cerca de cinco mil muertos en casi una década, se acudía a la bondad democrática hacia los culpables de la sangría nacional.
De la mano de un socialcristiano, casi teólogo como Rafael Caldera, llegaría el perdón. Jesuítico, cardenalicio o papal, se le abrió el cerrojo de las celdas a cientos de delincuentes que, según decían, se acogían a la vida democrática renunciando a la violencia armada contra el Estado. Pasaron más de diez años para que poco a poco se fueran acogiendo a la medida la mayoría de los combatientes, siempre reducidos en número. Salieron de la cárcel o bajaron de las montañas, a integrarse en partidos políticos de izquierda, a recibir salarios en instituciones públicas como centros culturales o universidades, ministerios inclusive.
Por años se mantuvieron en la trastienda, simulando haberse regenerado. Falso. Nunca renunciaron al castrismo que los formó. Jamás abjuraron de su credo comunista. Nunca pararon la conspiración.
De forma sostenida infiltraron las fuerzas armadas, poniendo a muchachos adoctrinados desde temprano a enrolarse en la Academia Militar. Dicen que Chávez fue uno de ellos y varios de sus compañeros de armas, antes y después de él, lo han confesado. Durante décadas formaron en aulas de las principales universidades a generaciones de profesionales que veían al mundo desde la izquierda, pero siempre con dinero del Estado. Eran las universidades públicas el foco de grupos anárquicos que protestaban de forma violenta cada semana, en prácticas vandálicas que harían palidecer a las “kale borroka” de la ETA.
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Así llegó el 4 de febrero de 1992. En cinco ciudades de Venezuela, incluida la capital Caracas, se alzaron guarniciones militares contra la democracia. Con fuego de mortero atacaron la residencia presidencial y el palacio de Gobierno. La rápida acción del presidente Carlos Andrés Pérez logró detener la acción, que ya al amanecer estaba derrotada en todo el país. Un hundido Hugo Chávez salió en televisión asumiendo la responsabilidad por el golpe y pidiendo a los focos que aún resistían, que se rindieran.
Entre los auspiciadores y detenidos se encontraban la mayoría de los perdonados por las amnistías previas. A pocos se les capturó en ese momento. Al dejarlos en la calle se continuó la conjura y en noviembre del mismo año el país se conmovió con otra intentona de golpe. En esta ocasión de ribetes más horrendos, pues incluyó el bombardeo de Caracas con aviones de guerra en manos de los golpistas, que sin piedad descargaron cuanto pudieron contra blancos civiles, con el alto costo en vidas inocentes que puede esperarse de tal acción.
Pero el que se rinde ante la infamia es capaz de rendirse una y otra vez. Y eso pasó.
Más perdones, más conjuras
Estaban presos los golpistas militares y también algunos civiles hasta que vino, otra vez, el socialcristiano Rafael Caldera a la presidencia. Otro perdón a los felones. Y lo demás es historia: Hugo Chávez fue el sucesor de su perdonador en la presidencia. Murió en el poder y dejó en el cargo a su heredero de fechorías Nicolás Maduro, destruyendo ambos a la Nación que cayó bajo el embrujo de los perdonados por la propia democracia.
Podría decirse entonces que la frase de Bolívar es una sentencia cierta en el caso venezolano. Pero en realidad, va más allá de Venezuela. Sin perdones a las traiciones, no existiría el chavismo. Si se hubiese condenado a la pena máxima de treinta años de cárcel tal y como correspondía a todos los participantes en las conjuras contra la democracia, el chavismo no se habría convertido en una fuerza arrolladora destructora de la democracia.
Si se les hubiera dejado en la cárcel e inhabilitado políticamente a los guerrilleros de los años sesenta, no habrían estado desde las instituciones conjurándose contra la democracia.
Si se hubiese condenado a Hugo Chávez a la pena máxima posible en 1992 y se le hubiese inhabilitado de por vida para acceder a cargos públicos, estaría en estos momentos aún cumpliendo su pena en alguna cárcel.
Pero la piedad que no tienen los felones con la Nación cuando conjuran contra ella, la tiene la democracia a la hora de procesarlos. Así, a cada perdón, viene una nueva conjura.
Pero como el chavismo al parecer en España es peor que el venezolano, se plantea indultar a gente que ni siquiera está pidiendo indultos. Se busca perdonar a gente que no está arrepentida y que promete, desde la cárcel, continuar en su conjura. Podría decirse entonces que a Sánchez se le ocurre empeorar la sentencia de Bolívar, pues al dejar en la calle a unos felones, no vendrá una nueva conjura sino que se continuará en la conjura de siempre, que será la verdaderamente indultada.
Y a ese perdón, claro está, hay que considerarlo una traición.