Una estación de observación espacial china a 1.300 kilómetros al oeste de Buenos Aires y muy cerca de la frontera chilena se erige, en medio de un entorno remoto y semidesértico, como símbolo del poderío político de China fuera de sus fronteras.

La estación en la provincia patagónica de Neuquén, que se extiende a lo largo y ancho de 200 hectáreas, cuenta con una antena de 35 metros de diámetro para comunicarse con dispositivos en el espacio profundo.

Aunque la instalación forma parte, en teoría, del programa lunar de China y, por tanto, es para uso científico, analistas occidentales especulan con la idea de que el régimen chino podría darle también un uso militar.

No son teorías de la conspiración. La tecnología de dichas antenas es, por definición, de uso dual, aparte de que la base china en Argentina está gestionada por cuatro decenas de personal militar –y no civil– del gigante asiático. En comparación, la estación espacial que la Agencia Espacial Europea tiene en Malargüe, a 500 kilómetros de la base china, está gestionada por siete ingenieros argentinos.

Además, Pekín tiene una clara motivación para ir más allá, pues es su primera instalación de esas características en el hemisferio sur. Factor éste que no es menor porque gracias a ello tiene al alcance de la mano paliar su déficit en infraestructuras terrestres de estas características, que son clave para misiones de observación y vigilancia 24 horas y para su capacidad de inteligencia electrónica en dicho hemisferio, incluido el Pacífico, escenario bélico potencial con Estados Unidos según los expertos.

El acuerdo para dicha concesión se fraguó en 2015, durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y cuando Argentina tenía los mercados financieros internacionales cerrados a cal y canto. China se ofreció entonces como alternativa: concedió préstamos y anunció inversiones y proyectos de infraestructura llave en mano, incluidas dos centrales nucleares.

Y, en la misma jugada, se incluyó casi de refilón y en medio de acusaciones de la oposición política argentina de falta de transparencia, una concesión menor desde el punto de vista económico pero de enorme trascendencia geopolítica.

El caso ilustra a la perfección la capacidad de China para lograr sus objetivos políticos en el extranjero con la palanca de su poderío económico. Durante los años del gobierno de Kirchner, con ésta en abierta confrontación con el mundo occidental, China otorgó a Argentina la condición de “asociación estratégica integral con China”, un estatus que sólo disfrutan cinco países en toda América Latina.

En virtud de ese vínculo, se anunciaron millonarias inversiones, préstamos e infraestructuras, situación que China aprovechó para desplegar en Argentina una ambiciosa agenda de poder blando. Gracias a ella, el régimen comunista ha logrado penetrar en los ámbitos político, mediático, cultural y académico del país sudamericano.

Descifrando el “poder blando” (o “poder incisivo”) de China

Esta estrategia no acontece únicamente en Argentina, sino que también es visible en otros muchos países latinoamericanos y en otras regiones, desde África y el sudeste asiático a Australia. ¿En qué consiste y por qué es tan relevante? Tratemos de descifrar su importancia.

Primero, veamos el concepto de “poder blando”. Fue acuñado por el politólogo estadounidense Joseph Nye para describir la parte del poder de un país que se basa en la atracción y que surge de la percepción positiva hacia su cultura, ideales políticos y políticas públicas.

En el caso de la estrategia internacional de China, que se basa fundamentalmente en el ‘efecto arrastre’ de su poderío económico, hay desde luego elementos de poder blando, como su historia o su cultura. Pero, inevitablemente, está también impregnada por los valores autoritarios que transmite la narrativa del Partido Comunista chino (PCCh). Es por ello que se ha abierto paso entre algunos analistas el concepto de “poder incisivo”, que describe mejor la agenda de persuasión de China en el extranjero.

Funciona así. Básicamente, Pekín implementa su estrategia a golpe de talonario, lo que le permite poner en el punto de mira a todas las personas e instituciones que tienen influencia en cada país donde implementa su plan. Por un lado, las instituciones: universidades, think-tanks, medios de comunicación, partidos políticos, sedes legislativas regionales o nacionales. Por otro, las élites locales: periodistas, líderes de opinión, académicos, sinólogos, políticos en activo, exdiplomáticos, diputados, altos funcionarios, activistas, jóvenes empresarios.

El dinero ha permitido a China abrir, por ejemplo, 548 sedes y 1.193 aulas del Instituto Confucio por todo el mundo, además de proponer todo tipo de programas –de intercambio de docentes a proyectos de investigación conjuntos– a las instituciones académicas. No es esto algo que no hagan otros países: desde el Instituto Goethe o la Alliance Française, al Instituto Cervantes o el British Council. Pero mientras las actividades, los contenidos y las becas de éstos son, respectivamente, abiertas, plurales y transparentes, el poder blando chino tiene el propósito de difundir la visión del PCCh.

En esa línea, los ingentes recursos financieros permiten al país asiático ofrecer a medios audiovisuales y escritos extranjeros la producción conjunta o gratuita de contenidos sobre China, una herramienta muy efectiva en los actuales tiempos de crisis mediática, sobre todo en el mundo en desarrollo.

Al despliegue de corresponsalías internacionales de los grandes medios de comunicación del régimen, con China Global Television Network (CGTN) y la agencia Xinhua a la cabeza, se unen los acuerdos políticos que autorizan la emisión de la señal de CGTN en dichos países, facilitan la emisión recíproca de contenido televisivo o la coproducción de documentales. La importancia que para China tiene la cooperación con los medios locales se visualizó en una cumbre celebrada para ese fin en Santiago de Chile en 2016, a la que asistieron 80 representantes de medios latinoamericanos. Todo financiado por Pekín.

En ella, Xi Jinping anunció su compromiso para que 500 periodistas latinoamericanos se formen en China antes de 2021, un plan incluido dentro de un programa mayor que aspira a capacitar a 10.000 latinoamericanos en ese año. En esas mismas fechas, el presidente chino anunció también 10.000 becas y 10.000 oportunidades de capacitación a personas de los países del mundo árabe. Ahora bien, es importante remarcar que, mientras en otros contextos “capacitar” o “formar” implicaría llevar a los beneficiarios de esos programas a un cierto nivel de competencia, la llamada “diplomacia entre personas”, o people-to-people diplomacy diseñada por Pekín no es otra cosa que un programa de relaciones públicas que incluye viajes a China siempre con una agenda favorable al gobierno y al PCCh.

Viajes con los gastos pagados y semanas de duración a los que se suman periodistas, políticos, académicos y otras personalidades, y cuyo propósito es exponer a esas élites influyentes a la propaganda de Pekín. Élites que, al regresar a sus países, divulgan a las audiencias locales el conocimiento adquirido de la realidad de China en tribunas periodísticas, conferencias o trabajos de investigación académica. Aunque –a veces– su apoyo va incluso más lejos.

A finales de 2017, el PCCh invitó a una cumbre de cuatro días en Pekín a los representantes de 300 partidos políticos de 120 países. Al final de la misma, los aliados políticos de Pekín se prestaron a firmar un documento que alababa a Xi Jinping por su contribución a la paz mundial, dando munición al país asiático para contrarrestar a quienes ven con reservas su creciente influencia internacional. “Elogiamos el enorme esfuerzo y la gran contribución del PCCh y de su líder Xi Jinping para construir una comunidad para un futuro compartido y un mundo pacífico”, señalaron.

Con esta fórmula de cerrar acuerdos de cooperación institucionales y, a la vez, captar a las élites, el régimen chino logra dominar el relato que, sobre China, se difunde en los países en los que invierte y tiene intereses.

Es una narrativa con dos mensajes. Uno, explícito, que describe una China en positivo, como fuente de desarrollo y de oportunidades económicas que redundan en el “beneficio mutuo” y que crea sinergias “ganador-ganador”. Retórica comunista que, en un contexto internacional de incertidumbre económica, presenta una China llamada a jugar un rol decisivo en el desarrollo regional gracias a sus inversiones, préstamos y proyectos de infraestructuras. Un futuro que no puede concebirse sin China.

Así, la llamada Iniciativa de la Franja y de la Ruta (Belt and Road Initiative, BRI en su acrónimo en inglés) se ha convertido en el señuelo omnipresente de cualquier discurso de política exterior que se precie del gigante asiático. “Aunque Pekín presenta esta iniciativa como diseñada para impulsar la prosperidad económica a través de nexos físicos a lo largo y ancho del globo, su propósito real no es la construcción de infraestructuras sino la creación de un nuevo orden mundial en el que China prospera y reina”, apunta Nadège Rolland, investigadora del National Bureau of Asian Research.

Según ella, la percepción de lo que el BRI es no se ajusta a la realidad: “la brecha entre lo que el BRI es en verdad y lo que Pekín afirma que es, es consecuencia de una campaña deliberada de influencia global orquestada por el Partido-Estado”, advierte en su informe Mapping the footprint of Belt and Road influence operations.

El segundo mensaje es implícito. Detrás de una retórica amable de amistad, envuelta en un relato que presenta a China como ejemplo a seguir por su exitosa transición económica desde el comunismo y por superar la crisis de 2008 mejor que nadie, con frecuencia se esconde una crítica velada a Occidente y a los valores que emanan de las democracias liberales. Es éste un mensaje que incide en la ausencia de disputas territoriales e históricas de China con sus nuevos socios y que con frecuencia incorpora el eco del colonialismo e intervencionismo occidentales, extremo que tiene buena acogida entre ciertas élites del mundo en desarrollo.

Para muchas de estas élites China no sólo es un socio comercial de primera magnitud que no vincula su ayuda a la transparencia, a reformas económicas o a factores políticos como los derechos humanos, sino también la evidencia de que el desarrollo sin democracia es posible.

La mezcla de autoritarismo político con efectividad económica es vista con simpatía por muchos de ellos. Todo ello ocurre en medio de la pérdida de autoridad moral que, a los ojos del resto del mundo, supuso para el mundo occidental la crisis de 2008 y sus efectos devastadores. También juega a favor de que el modelo chino sea visto como alternativa la percepción de que las democracias occidentales no han sido capaces de dar respuestas a los desafíos del siglo XXI.

Objetivos de Pekín y del Partido: controlar su imagen, legitimar su visión del mundo

De este modo, con sus recursos financieros, con su estrategia de poder blando, con su exitosa captación de las élites y con su narrativa amable, Pekín aspira a alcanzar varios objetivos. Por un lado, mejorar la imagen internacional de China. Pretende neutralizar así las críticas occidentales y cambiar la percepción negativa que de ella se tiene en ciertos lugares, una imagen que según el gobierno chino difunden los medios occidentales y que distorsiona, manipula e incluso falsea la realidad. Por otro lado, quiere también legitimar internacionalmente al PCCh y difundir la visión que éste tiene del mundo. Con esa jugada combate a los sistemas democráticos desde la perspectiva ideológica y pone en cuestión las normas globales y los valores occidentales.

Las consecuencias negativas que para las jóvenes democracias del mundo en desarrollo tiene la estrategia de “poder incisivo” de China no deben pasarse por alto. El ámbito mediático es uno en el que los efectos nocivos del autoritarismo es más visible.

En Perú, donde China es el primer inversor extranjero en el sector minero, es muy improbable que los medios locales denuncien los conflictos sociales y la violencia que, periódicamente, estalla en alguno de los proyectos chinos más polémicos por su impacto medioambiental o por las precarias condiciones laborales que sufren sus empleados. Y, en Argentina, esta estrategia china sirvió para dar la vuelta a una situación desfavorable, pues logró neutralizar las críticas del influyente diario La Nación que se remontaban a la época en la que Cristina Kirchner cerraba con mínima transparencia acuerdos con China, incluida la base espacial en Neuquén.

Fue una estrategia que se prolongó en el tiempo. Primero, tras las oportunas gestiones del embajador chino, el diario argentino y el Diario del Pueblo chino hicieron público un acuerdo para “distribuir contenidos y noticias de forma conjunta”. A continuación, dos ejecutivos argentinos fueron invitados a Pekín al fórum “One Belt One Road Media Collaboration Forum”, un ejemplo más de su diplomacia interpersonal. La embajada china en Buenos Aires produjo y pagó también la inserción en dicho diario de un suplemento de 16 páginas en el aniversario de la fundación de la República Popular China. Todo ello dio al embajador chino la oportunidad de difundir su mensaje en distintas ocasiones desde las páginas de opinión. Y, tiempo después, distintas empresas chinas con intereses en Argentina contrataron campañas publicitarias en el diario argentino. Un esfuerzo combinado.

Por otro lado, en África –como en Perú– los periodistas que deciden investigar los excesos en los proyectos de inversión o desarrollo chinos se enfrentan a obstáculos insalvables. Entre ellos, acceder a las comunidades chinas o a los emigrantes chinos que trabajan en dichos proyectos es, sin conocimientos de mandarín, una quimera. Al tiempo, los funcionarios de las embajadas o empresas chinas habitualmente no suelen contestar a sus requerimientos de información, consecuencia de que no está en la naturaleza de su sistema autoritario ser transparentes ni rendir cuentas. Y, cuando lo hacen, los datos que ofrecen son difíciles de verificar. Resultado: muchos excesos, que en otros lugares desembocarían en denuncias periodísticas, acaban por no ver nunca la luz. Los anteriores casos resaltan un riesgo fundamental a nivel global: que Pekín está bien posicionado para jugar sus cartas con el fin de recibir un trato amistoso o, incluso, neutralizar las críticas en los medios de comunicación en el extranjero.

Teniendo en cuenta los desafíos a los que se enfrentan muchos medios de comunicación, incluso aquellos que tienen una bien ganada reputación periodística, corren el riesgo de ver su independencia editorial comprometida como consecuencia del “poder incisivo” chino en el ámbito mediático, haciendo tambalear con ello a uno de los pilares de los sistemas democráticos. El régimen chino tiene la capacidad de relacionarse personalmente con periodistas y editores de los medios extranjeros a través de su “diplomacia entre personas”, lo que suele además incluir acuerdos de “cooperación” económicamente prometedores con los medios chinos. A ello hay que sumar otro factor clave: el enorme desconocimiento existente en el resto del mundo con respecto a China. La primera gran asimetría que juega en favor del gigante asiático.

En medio de tanto desconocimiento y de la falta de recursos, la estrategia de “diplomacia entre personas” de Pekín se muestra irresistible. Las becas, los programas de intercambio, las capacitaciones y, en general, los viajes a China sufragados por el régimen comunista tienen el efecto esperado por sus promotores. En ellos se incluyen visitas a lugares culturales de interés, a proyectos de infraestructura chinos, a empresas como Alibaba o Huawei, a las sedes legislativas provinciales, a los medios de comunicación estatales, a los think-tanks del régimen o a la sede del PCCh, entre otros, donde son recibidos por altos funcionarios que ofrecen su visión sobre el sistema de gobernanza chino, las prioridades de la política exterior del país o la visión china del mundo.

Para los periodistas, académicos, investigadores y legisladores de tantos países del mundo en desarrollo donde China tiene una notable presencia económica, apenas hay oportunidades de visitar o dedicarse profesionalmente a estudiar China fuera de los programas de intercambio, de los cursos de formación, de los viajes oficiales o de los cursos del Instituto Confucio que ofrece y financia, en su totalidad, el gobierno chino. Por otro lado, quienes por otra vía alternativa pudieron estudiar China y, por tanto, atesoran un conocimiento previo sobre ese país, su historia, su sistema político, su cultura y su lengua, no pueden ser abiertamente críticos con el régimen de Pekín sin arriesgar su acceso futuro al país y a sus fuentes. Una espada de Damocles que los mantiene a raya.

A la labor de monopolizar el discurso de China en el extranjero, Pekín dedica ingentes recursos. No sólo los propios del Estado y del PCCh, sino que pone al servicio de su estrategia a múltiples entidades chinas. Entre ellas, asociaciones de amistad, universidades, think tanks e institutos de investigación, el Instituto Confucio, asociaciones de intercambio en el extranjero, medios de comunicación, asociaciones de estudiantes y muchas otras que dejan en sus interlocutores extranjeros la impresión de ser periféricas en la estructura del Partido-Estado. Sin embargo, todos esos actores con apariencia de sociedad civil que asumen la iniciativa de conectar con las élites extranjeras no son independientes del Estado. Inequívocamente, sirven a los objetivos del PCCh y de la nación, ya sea siguiendo las pautas oficiales u oficiosas, o evitando tomar posiciones contrarias a los objetivos del régimen.

También reman en la misma dirección las diásporas de chinos en el extranjero, a las que Pekín considera un activo propio. Para tener a las comunidades étnico-chinas de ultramar alineadas con el PCCh, la estrategia conocida como qiaowu sirve para gestionarlas con el objetivo de que “legitimen y protejan el poder del PCCh y mantengan la imagen internacional de China y la influencia sobre importantes canales de acceso a recursos sociales, económicos y políticos” en las sociedades donde habitan, según el académico James Jiann Hui To. Si bien parece ser un intento para alentar el interés cultural, aumentar la conciencia étnica y promover las oportunidades empresariales, está diseñado para legitimar al PCCh y elevar la imagen internacional de China.

Toda esa diáspora china de ultramar a la que Pekín tiene perfectamente trabajada son, en países donde hay una tradición migratoria china, muchas veces la primera línea para interactuar con ciertos actores de la sociedad receptora. Auténticos embajadores de China que, junto a las élites locales captadas por el PCCh, tienen reservado el rol de divulgar el discurso oficial del régimen de Pekín. Un discurso del que emanan los valores de su sistema autoritario y que, poco a poco, va erosionando y calando en el mundo democrático.

Fuente: Por Juan Pablo Cardenal – Equal Times.

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